Azul

En mi sueño la playa era azul y se confundía con el mar y con el cielo. El océano respiraba y su cadencia lenta sostenía los círculos en los que volaban las aves.
Vi a lo lejos una figura también azul que acercaba despacio. Parecía un trozo de horizonte que escapó de su línea y echó a volar hacia la orilla justo por encima del agua. Su movimiento parecía irreal como la torpe deriva de un barco, pero era ajeno al vaivén del mar y venía directo hacia mí. Detrás, la ciudad observaba altiva desde lo alto de los edificios grises. Delante, el color azul lo inundaba todo y no quedaba sitio para nada más, tampoco para los sonidos.
Cuando la figura azul llegó hasta mí me rodeó y me arrastró mar adentro. Su abrazo apretaba y dolía, no tengas miedo, me dijo, pero yo sólo tenía frío. Un frío azul que cortaba la respiración.

La línea del horizonte, esa que nunca puedes tocar se anudó en mi cuello. Lo último que recuerdo es el lazo que formó con los extremos. Y supe entonces que me había convertido en un regalo ofrecido al océano, en una bandeja interminable de color azul.

La brisa

Veo las nubes alejarse. En la caída, mi pelo largo ondea y se estira hacia el borde del precipicio desde donde salté de espaldas hace tan solo un instante.

Despierto en el último momento, justo antes de impactar contra las rocas.

Por la ventana abierta entra una luz azulada. La brisa me acaricia pero al rato, como si fuera una larga mano me obliga a levantarme y salir por la puerta, también abierta.

Una vez en el borde del precipicio, miro hacia abajo y veo mi cuerpo inerte sobre las rocas mientras las olas lo bañan. Tengo ganas de llorar pero la brisa en seguida viene a consolarme. Como si fuera una soga, anuda mi cuello. Cierro mis ojos y salto al vacío.

Despierto justo antes de que la soga rompa mi cuello.

La ventana abierta. La luz azulada. Otra vez. Los dedos largos de la brisa toman mi mano y exponen las venas de mi muñeca. Mi otra mano sostiene una cuchilla de afeitar. Antes de que la hoja corte mi piel, miro por la ventana y veo mi cuerpo colgado de una rama gruesa, mecido por la brisa.

Esa puta brisa, que de nuevo vuelve a despertarme. Otra vez! Y ya van tres!

Me levanto enfadada. Cierro la ventana y la puerta –a saber quién las habrá abierto, si estoy yo sola–.

Vuelvo a mi cama revuelta y harta trato de dormirme una vez más.

Mierda!, me acabo de acordar que dejé el bote de somníferos y la botella de whisky sobre la mesa.

A ver qué coño pasa ahora.

Sábado y después

—¿Qué día es hoy?
—Es sábado.
—Sábado ¿y qué más?
—Sábado y después.
—Eres un redicho. ¿Donde estoy?
—¿No lo sabes?
—No.
—Luego te lo digo. ¿Ves algo?
—No mucho, está oscuro.
—Abre los ojos.
—Los tengo abiertos, listo.
—Entonces espera un poco a que se te adapten a la oscuridad.
—¿Cuánto rato llevo aquí?
—Da igual.
—No, no da igual. Dímelo.
—¿Por qué siempre quieres saberlo todo?
—Es lo mínimo que puedo exigir.
—Te lo explicaré.
—Espera. He visto algo. Un destello.
—¿De qué color?
—Blanco.
—Síguelo.
—Desapareció. Ahora está más oscuro que antes. ¿Donde estás? Tu voz viene desde todas partes.
—Ya hablaremos de eso. Ahora tienes que salir de ahí. Empieza a caminar.
—¿Hacia donde? No se ve nada.
—Ve a la izquierda. Luego a la izquierda otra vez. Y después gira a la derecha. Y si ves algo, dímelo.
—He visto otro destello.
—¿De qué color?
—Rojo.
—Entonces ve en dirección contraria…
—¡Espera! No puedo seguir, ¡hay una pared!
—Da media vuelta y espera a ver otro destello.
—No veo nada. Esto está cada vez está más oscuro. Oye, ¿estás llorando?
—No
—Pues oigo llorar.
—Entonces ve hacia donde oigas el llanto.
—Suena tras la pared ¡no puedo seguir!
—Pues ve a la derecha. Date prisa.
—Estoy cansada.
—Ya descansarás. Venga, vamos.
—¿Por qué no vienes tú y me ayudas?
—No puedo, venga, a la derecha. No tenemos mucho tiempo.
—Eres un cobarde.
—Si, lo soy, pero no te pares, derecha, corre.
—He visto otro destello.
—Da igual, sigue a la derecha, deprisa.
—Era rojo otra vez. Rojo oscuro, del color de la sangre.
—Huye de él, no lo mires.
—Blanco sí, rojo no… Estoy harta de tus manías.
—Lo sé, pero hazme caso por una vez. Vete de ahí o te alcanzará y no podrás salir.
—¿Hacia donde? ¡No veo nada!
—Derecha. Y luego izquierda. Después de frente y luego izquierda de nuevo.
—Oigo pasos. Algo se acerca.
—Corre, no te pares. ¡Queda poco tiempo!
—Tengo frío. Quiero que vengas y que me abraces. Quiero que me hagas el amor toda la noche.
—No sabes lo que dices. ¡Cállate y sigue andando!
—Algo me sigue muy de cerca. Ven, por favor, defiéndeme…
—¡Vete de ahí! Por favor.
—Voy a gritar si no vienes.
—Yo voy a llorar si no te vas.
—Te quiero.
—¡Mientes!
—Te quiero mucho.
—¡Cállate!
—Olvida lo que ocurrió. Ven aquí y fóllame hasta que amanezca.
—¡Sal de mi cabeza!
—Nunca me iré de aquí. Estaré contigo hasta que mueras.
—¡Sal de mi cabeza de una puta vez!


(DOMINGO Y DESPUÉS)

—Veo veo
—¿Qué ves?
—Una cosita
—¿Con qué letrita?
—Con la “O”
—¿Olvido?
—¡No! ¡Obsesión!
—No tienes compasión
—Lo sé. Me encanta.

El libro

–Tengo un libro de tapas oscuras.
–¿Lo escribiste tú?
–No. Me lo regalaron. Desde entonces lo leo todas las noches.
–¿Qué es eso? Lo que está dibujado en las hojas
–Espirales y garabatos.
–¿Se están moviendo?
–Sí. Quieren salir para morir.
–¿Cómo lo sabes?
–Lo he leído en el libro. Son culpables, además.
–¿Culpables de qué?
–De todo. ¿No lo ves? Las letras son arañas, las líneas mentiras y las hojas mortajas.
–¿Y las historias que cuentan?
–Esas son desgracias.
–No será para tanto.
–Sí que lo es.
–No. No te has dado cuenta de que eres tú el que escribe las historias por el día y las lees por la noche.
–Eso no es cierto. El libro siempre estuvo escrito y lo leí tantas veces que me lo sé de memoria. Puedo recitarlo de carrerilla.
–Ya. Puedo oírte algunas veces.
–Anocheció. Voy a leer. Otra vez.
–No lo hagas, ya no hace falta.
–No sabes lo que dices. Necesitamos un guion. El guion del libro.
–El libro está en blanco. No hay guion. Los garabatos y las espirales las hiciste tú. Cada día y cada noche te enredas un poco más.
–No te creo. Es el libro de nuestra vida. Tenemos que seguirlo hasta que lleguemos a la última hoja. La que hará de mortaja.
–No hace falta. El libro no existe. Eres más libre de lo que piensas.
–No sabes lo que dices. Cállate y lee conmigo. Sigue los garabatos y las espirales. Hazte pequeño para caminar por ellas.
–Cierra el libro. El otoño se acerca. Las hojas caerán y serás libre.
–No puedo. Ya es de noche. Y el día se acerca. Va a pasar otra hoja, otra historia, otra mentira, otra desgracia.
–Sal de la espiral. Aún hay tiempo.
–No puedo. Yo soy la espiral.
–Dibujé alas en las hojas. Salta. Todavía puedes.
–Ven conmigo, no me dejes sólo.
–Despierta, sólo es un mal sueño.
–No te veo, no te oigo. Un garabato me cogió del cuello y me metió dentro.

El libro se cerró y con las alas que dibujé salió volando hacia las nubes de tormenta.
A veces me acuerdo de mi amigo y estoy seguro de que él también me recuerda. Sé que todavía lee por la noche porque yo escribo por el día. Y que a veces me escucha cantar de igual manera que yo le oigo llorar.
Cuando llega el otoño el viento me hace llegar una hoja con un garabato o una espiral. Entonces busco un rayo de sol, el más luminoso y escribo con él un verso que hable sobre libertad, para que esa noche pueda leerlo y al día siguiente piense que si él quiere, todavía puede escapar del libro que lo tiene preso desde que nació.

MANZANAS

1.- LA PRIMERA MANZANA

Qué día tan chulo que hace, aquí en el jardín del Edén… Ese sol, ese calorcito, ese cielo azul y despejado adornado por esas nubecitas tan delicadamente esparcidas al azar.
Pedazo de vista hay desde aquí: Ese pequeño lago, esas montañas lejanas, ese fulgor, ese verdor, esa frescura… ¡Qué pasada! Parece un paisaje pintado por un impresionista, Monet o Renoir.
Mirad los leones y los cervatillos.
Los tigres y los corzos.
Los cocodrilos y las cebras.
Qué tranquilos están.
En paz y armonía.
Todos durmiendo tranquilamente.
No hacen otra cosa en todo el puto día.
¡Qué aburrimiento! ¡Por Dios! Qué coñazo es esto a veces.
Lo más interesante que puede pasarme aquí es que la brisa, que a veces sopla, me balancee. Un poco, no os vayáis a creer.
No sé cuánto tiempo llevo aquí, colgada de este árbol que parece la perfecta perfección. Incluso parece que irradia luz, el árbol y todo lo demás. Mires donde mires hay brillos, reflejos y destellos opalescentes… Aquí es que todo es tan puro, tan intenso y tan refinado que a veces agobia.
Pero ahora fíjate en mí, por ejemplo: Mi piel suave, con su brillante rojo intenso y las motitas blancas como el rocío del amanecer del primer día de primavera, y ese rabito tan fino y gracioso con el que me agarro al árbol…
¡Qué guapa que soy, por favor! ¿No te mueres de ganas por morderme y saborearme? ¿No darías lo que fuera por hacerlo? Pues ella no, o al menos, no lo parece.
Eva, creo que se llama. Viene siempre desnuda. Con su piel suave y su pelo largo y ondulado del color del Otoño, con sus pies pequeños y sus manos de pianista; sus ojitos azules y esos hoyuelos que se le marcan en su carita al sonreír… Y esos pechos pequeños con sus pezones oscuros y afilados que se mueven garbosos en cada paso. ¡Ufff, cómo me pone!
Viene todos los días con él, su marido, su novio o lo que sea. Peludo, grande, bruto y con todo colgando groseramente. ¡Qué mal me cae, el palurdo! A saber en qué gilipollez estará pensando… en fútbol o en cerveza, seguro.
En cambio ella, mírala, observando, meditando, con esa mirada lejana y melancólica. Seguro que por las noches lee a Stendhal o Pessoa y piensa en el movimiento planetario o en la importancia del Mindfulness.
Pues siempre vienen, me observan y después se van. Una vez ella estuvo a punto de hacerlo. Tocarme, cogerme. Casi pude oler su piel. Yo creo que huele dulce, a algodón de azúcar o a dulce de leche.
Algún día dejará al paleto con el que va y entonces me cogerá, me morderá y seré suya… y será mía.

* * * * * 

Otro día más, tan maravilloso y perfecto, tan luminoso y primaveral.
Exactamente igual que todos los demás.
Ni siquiera hay moscas, avispones o gusanos que horaden mis entrañas.
¡Esto es insoportable!, si no me ocurre algo pronto me volveré loca.
Evita, mi amor… ¿Dónde estás? Ven conmigo, por favor…
Tengo que hacer algo.

—¡Hola señora Serpiente!
—Sssssss!!!
—Aquí arriba, la manzana, las verdes no, la roja brillante, la de las motitas blancas.
—Sssssss!!! Sssssss!!!
—¿Quieres jugar a un juego conmigo?
—Sssssss!!!
—Es muy divertido, ya verás qué bien lo pasamos
—Sssssss!!! Sssssss!!! Sssssss!!!
—Mira, es muy sencillo, vamos a jugar a que tú eres muy lista, que sabes mucho de este lugar y no tiene secretos para ti.
—Sssssss!!! Sssssss!!!
—¡Perfecto! Yo seré un árbol prohibido y tú te llamarás, por ejemplo, Satanás. ¿Qué te parece?
—Sssssss!!! Sssssss!!! Sssssss!!!
—¡Muy bien, pues empezamos a jugar! ¿Ves a esa pareja que está ahí tumbada?
—Sssssss!!!
—Pues tienes que decirle a la chica exactamente lo siguiente…

2.- LA MANZANA ACELERADA

Llevo colgada de esta rama un montón de años, con una perspectiva inmejorable.
No me aburro lo más mínimo y me encanta lo que hago: observo, pienso y vuelvo a observar. Estudio alternativas, las comparo y memorizo la que creo correcta.
Concentrada me fijo en el vuelo de los pájaros, en cómo ascienden y cómo descienden, miro cómo cae la lluvia, como sube el humo…
Atenta veo a la gente jugar, bailar, saltar, caer, pelearse y llorar. He visto muchas lágrimas precipitarse contra el suelo.
Por las noches hago lo mismo, miro las estrellas, los planetas y la luna. Memorizo las órbitas y trato de anticiparme a ellas para predecir los eclipses… y nunca duermo, es una completa pérdida de tiempo. Prefiero observar, comparar y memorizar. Una a una, recito mentalmente mis teorías y ya tengo unas cuantas. Ojalá pudiera apuntarlas y hacer unos tratados. Pero es imposible, yo sólo soy una manzana.
Los de ahí abajo están bastante atrasados aún, lo sé. Llevo mucho tiempo observándoles también a ellos y creo que les falta… perspectiva e imaginación. Dan por supuesto muchas cosas y esto no funciona así.
Aunque hay un joven que viene por aquí cada pocos días, tiene los ojos oscuros, el rostro afilado y una cabellera grisácea. Siempre viene solo y se muestra pensativo. Hace lo mismo que yo: observa, piensa, reflexiona y después se marcha por donde ha venido. Pero él puede escribir y tiene mucha suerte de poder hacerlo. Me gusta ese joven, es diferente al resto. Me gustaría hacer algo por él, porque tengo la sensación de que busca algo y no acaba de encontrarlo.

* * * * *

He dejado de observar el mundo, las estrellas, los elementos. Las conclusiones a las que he llegado creo que son correctas: ya sé qué fuerza tira de mí hacia abajo y qué otras rigen todos los movimientos, comprobé, sólo con minuciosa observación, que todas ellas se pueden aplicar a todos los niveles, a las cosas pequeñas y cotidianas, pero también a las cosas grandes e incluso a escala planetaria.

Hace tiempo que me dedico a observar al joven que todos los días viene aquí.
Continúa meditabundo, sigue mirando y observando… me he fijado que mira las mismas cosas que yo y del mismo modo. Creo que está a punto de llegar a las mismas conclusiones a las que yo llegué en su día, pero no termina de hacerlo.
Mira, ahí está, acaba de llegar de nuevo. Se ha sentado a la sombra de mi árbol. Lo tengo justo debajo, en mi vertical.
Este joven necesita un golpe de suerte. Una evidencia. Y voy a dársela.

—¡¡¡ Banzaaaai !!!

 

3.- LA MANZANA ENVENENADA

Al pasar la barca…
Me dijo el barquero…
Las niñas bonitas…
No pagan dinero…

Yo soy muy bonita…
Y así quiero ser…
Me guardo el dinero…
Una y otra vez.

¿Os gusta la canción que he escrito? Seguro que sí.
Soy la manzana más bonita del reino, no hay otra como yo. Mirad mi piel, roja y brillante como un rubí recién pulido por las manos de un maestro joyero. Tersa, suave y sabrosa, como una joven princesa casadera que creció entre sábanas de la mejor seda. Y ¿qué me decís de esa hojita tan graciosa?
Todos se mueren de ganas por saborearme, pero en realidad no se atreven a mancillar este despliegue de belleza, que es un auténtico regalo para la vista de todos.
Ni siquiera ella se atreve: La Reina.
Todos los días se planta frente al espejo y le hace la misma pregunta: “Espejo, espejito, ¿quién es la más bella del reino?”.
El espejo no le responde, obvio, soy yo quien lo hace, poniendo mi voz más ronca y profunda le contesto: “Tú, Mi Reina, tú eres la más bella”, así se queda tranquila y contenta, se quita de en medio y… entonces yo puedo disfrutar de mi belleza, de mi maravilloso reflejo en el espejo.
Me encanta verme, estaría haciéndolo todo el día.
Mi reflejo y yo. La perfecta simetría. Prodigiosa conjunción.

* * * * *

Estoy muy preocupada ya que se dice por ahí que hay una joven muchacha que es muy guapa, Blancanieves, dicen que se llama. Esto no me gusta.
La reina también anda muy preocupada.
Pero lo peor de todo es que, para resarcirse, se pasa muchas horas frente al espejo y ¡yo no puedo verme en él!

* * * * *

¡Mierda! ¡Mierda! ¡Esto no puede ser!
Dicen ahora que Blancanieves es la más guapa del reino, mucho más que la reina.
Pero… ¿será más guapa que yo? No quiero ni pensarlo…
Voy a cantar mi canción, para olvidarme un poco de todo:
Pretty woman, walking down the street…
Pretty woman, the kind I’d like to me…

* * * * *

Esto es el final, se ha terminado todo: Estoy empezando a arrugarme.
Mi piel perfecta se está llenando de estrías, marcas y pliegues. Al principio eran casi imperceptibles, yo pensé que era el espejo que estaba sucio… Ahora, día a día, las imperfecciones se hacen cada vez más evidentes, incluso mi hojita está enrollándose y empieza a apuntar hacia abajo.
La reina está también desolada, es incapaz de olvidarse de Blancanieves. Habla de ella todo el día. La odia con toda su alma… Y yo también.
Seguro que mi desgracia es por su culpa, seguro que ha lanzado algún hechizo o maleficio contra la más guapa, que era yo.
Le hago sombra y lo sabe.
Quiere quitarme de en medio.
¿Cómo no se me había ocurrido antes? Tengo que darme prisa antes de que sea demasiado tarde.
Esta es mi oportunidad. La reina viene a “hablar” otra vez con el espejo.

 

4.- LA MANZANA ATRAVESADA

La Tierra es una manzana verde. Es muy grande, inmensa y yo soy una réplica exacta, pero a muy pequeña escala. Si pudierais verla desde la distancia, veríais que los continentes, los mares y las montañas están sobre su piel, pero lo que más os llamaría la atención es su color verde, que es precioso.
Y, por si no lo sabéis, rota sobre sí misma y también alrededor del sol, que no es otra cosa que una gigantesca y descomunal calabaza envuelta en llamas. Aunque, como está tan lejos parece a simple vista del tamaño de la luna que, en realidad, es una uva blanca, esférica y perfecta, bastante grande. La manzana tiene un rabito y una hojita que son del color del cielo y no pueden verse, pero son los responsables -especialmente la hojita- de que a veces la luna -la uva blanca- se muestre entera o por el contrario parezca que crece o mengua. Se trata de un efecto óptico curioso, dependiendo de si la hojita la tapa o no.
Os contaría más curiosidades pero ahora no tengo mucho tiempo. Estoy sobre la cabeza de un niño, ambos completamente inmóviles y apoyados en un árbol. Su padre, que es un arquero llamado Guillermo Tell, está apuntando exactamente hacia mi centro y en cualquier momento soltará la flecha.
Así que, vamos a volver a la gran manzana, que es La Tierra.
Lo que he querido decir con toda esta introducción es que La Tierra, al contrario de lo que piensan algunos, no es plana. ¡Es redonda! Y, aún en distancias como ésta, tiene una pequeña curvatura. Esto es importante y espero que Guillermo lo esté teniendo en cuenta, de no ser así, el tiro puede salirle alto.
Espero también que tenga en cuenta la brisa que sopla por la derecha, eso es más preocupante porque es imprevisible. La flecha pesa poco y es muy susceptible de ser desviada. Confío en la capacidad de Guillermo para acertar en mi centro sin rozar a su hijo. Lo que realmente me preocupa es la distancia a la que va a disparar, demasiado lejos como para tener garantías de nada, incluso para el mejor arquero del mundo.
El gobernador, que es un ser ruin y despreciable, es quien ha montado este tinglado. Ni me molestaré en hablaros de él, tan sólo comentar que es un miserable con el ego elevado a la enésima potencia. Al final, y por su culpa, la única opción de que todo salga bien es que la flecha me de a mí en la mitad y caiga al suelo partida en dos o atravesada y clavada al árbol que tenemos a nuestra espalda. Si falla el disparo y le da al niño… no quiero ni pensarlo. De igual forma, si el disparo es errado y la flecha pasa de largo o se queda corta, apresarán a Guillermo. ¡Y no deseo ninguna de esas dos cosas! No quiero que le ocurra nada malo a esta familia. Llevo varios días con ellos y me han cuidado muy bien. Me divierto mucho, sobre todo con el niño. A menudo me frota para sacarme brillo, me hace cosquillas y… ¡eso me encanta! Otras veces me impulso -pues tengo un ligero margen de movimiento- y salgo rodando por la mesa, él me coge cuando ya he caído por el borde, en el momento justo, antes de estrellarme contra el suelo. Es muy divertido… por ello hubiese querido terminar mis días alimentando a esta familia, para mostrarles mi agradecimiento… Pero no ha podido ser. La suerte está echada y sólo queda esperar.
Un momento.
Silencio.
Está a punto de disparar.
Lo sé porque ha empezado a aflojar los dedos que sujetan la cuerda tensada al máximo. Arquero, arco, cuerda y flecha van a dejar de ser un solo bloque en cualquier momento.
Ha soltado la cuerda… ¡la flecha sale disparada a gran velocidad!
Bien, va bien…
El tiro ha salido desviado a la derecha, lo ha hecho para compensar el viento que sigue soplando.
La flecha se acerca dibujando una curva muy abierta.
Bien, esto pinta bien.
Me dará justo en la mitad.
¡No, no, no!
¡El viento se acaba de parar!
¡Justo cuando faltaban unos metros!
¡Se está desviando!
¡Mierda! ¡Mierda!
¡El puto viento!
¡El tiro sólo rozará mi costado derecho!
¡Tengo que hacer algo!
¡Impulsarme a la derecha!
¡Para que la flecha me acierte en el centro!
¡Puedo hacerlo! Como cuando juego con el niño…
¡La flecha ya casi está aquí!
¡Sólo basta un impulso a la derecha!
Uno…
Dos…
Y…
¡Hasta siempre familia!

5.- EL LOGO DE LA MANZANA MORDIDA

No tengo la culpa de ser una romántica.
Me hubiese gustado ser la manzana mordida de un bodegón, esas pinturas coloridas de fondo oscuro que transmiten serenidad o incluso erotismo. Porque, si me hubiera retratado Caravaggio o Zurbarán, te aseguro que morirías de ganas por morderme y me desearías casi tanto como a los labios rojos y carnosos de la mujer más voluptuosa.
En ese caso, y expuesta en una lujosa galería de arte, con mis colores y mis artísticos claroscuros, sería fotografiada, admirada y deseada durante cientos de años por varias generaciones. Porque, ¿a quien no le gustaría ser una obra de arte?
Pero no. Soy del tamaño de una uva pasa y ni siquiera tengo color. Tengo un brillo metálico, plano, frío y extraño, porque mi forma no se corresponde con la realidad de una auténtica manzana mordida.
Diseñada, supongo, por un imberbe y unos programas llamados “Autocad” y “Photoshop” (que no sé ni lo que son), fui serigrafiada de forma nada artesanal en la trasera de un pequeño objeto metálico.
Se dice que estos objetos son inteligentes, pero, por lo que he podido comprobar y comprender, sus dueños, con ellos en las manos, se comportan de forma irracional, estúpida, y olvidando el mundo real, concentran la mayor parte de su existencia en la pequeña superficie lisa y luminosa que absortos no dejan de toquetear.
Dicen que soy un logo (qué palabra tan tonta, por favor), muchos me admiran y desean pero no de la forma que se hace con una obra de arte auténtica. El arte perdura en el tiempo y se vuelve inmortal, mientras que estos cacharros tan sólo duran dos o tres años.
No tengo la culpa de ser una romántica, de tener Bluetooth en lugar de piel y 128 Gigas de RAM en lugar de sabor. Y sin embargo, sueño cada noche (sólo cuando mi dueño me deja en paz) que soy la manzana más bonita y realista del más bello bodegón, que el más grande de los artistas tardó años en pintar.

FIN

A cambio de nada

Los tiempos han cambiado mucho. En los últimos siglos, tan solo hacía falta pronunciar mi nombre y la gente se asustaba, incluso huían despavoridos. Había una corte de exorcistas e inquisidores, la propia iglesia parecía dedicada en exclusiva tan solo a contrarrestar mi poder y ensalzar a Dios. Recuerdo las pequeñas aldeas presas del miedo y la superstición, los aquelarres de brujas donde yo me manifestaba para que unos me adorasen y otros me temieran.
Recuerdo también los rituales y los pactos que los más valientes hacían conmigo para venderme su alma a cambio de riquezas, amores o poder.
En aquellos buenos tiempos, mi trabajo era muy sencillo de realizar. Pero ahora la gente se las sabe todas y está de vuelta de todo. Las brujas, por ejemplo, salen en la tele o en Youtube y son admiradas, no temidas. ¿Dónde se ha visto eso? Son las consecuencias de la vida moderna, los avances, el conocimiento –desconocimiento diría yo–, la comunicación, la conectividad y todas esas cosas. Además ahora todo el mundo va por ahí con una cámara en el móvil y si yo apareciese con mi aspecto natural, la gente en lugar de huir me grabaría y al día siguiente habría cientos de memes y chistes con mi cara circulando por la red. Y eso no puede ser. Un poco de seriedad por favor, soy el Ángel Caído, el Señor Supremo del Mal y merezco grandeza, alabanza y también temor, no la frivolidad de estos tiempos en los que cada uno va a la suya.
Así que no tuve otro remedio que adaptarme a esta vida tan moderna. Y, mal que me pese, admito que me vino bien este cambio de estrategia porque la forma antigua al final me aburría un poco.
Decidí bajar la Tierra con apariencia humana. Primero pensé en ocupar las altas esferas, alguna presidencia de algún país importante, no hubiera sido difícil, pero en el fondo sigo siendo un artesano y para conseguir las almas de la gente es mejor tratar de tú a tú; la dirección del mundo se la dejo a Dios, que es lo que a él le gusta. Yo prefiero malmeter y pervertir a pequeña escala, ser un cáncer en la obra de Dios en lugar de corromperla demasiado porque un mundo en el que sólo reina el mal al final se auto destruye.
Así que en una ciudad muy importante monté un gran negocio de compraventa de artículos usados. El consumismo de la gente hace que compran y vendan continuamente. Cada día pasan por mi negocio cientos de personas deseosas de otro producto mejor dejando el suyo que otros comprarán sin pensar, porque todo lo que importa es cambiar lo que tienen para seguir consumiendo. Pobres idiotas, tan sólo quieren estar a la última sin importarles nada más… El sistema de sostiene sólo, yo no he tenido que hacer nada. Mi única aportación está en el contrato que tienen que firmar, en el que manifiestan que los artículos que venden no son robados. La letra pequeña de ese contrato –que nadie se molesta en leer– es un pacto que les obliga a entregarme su alma. Pobres ignorantes, salen de mi tienda sin sospechar que han dejado su alma en el mostrador. En su lugar yo la cambio por una de plástico recio y aparatoso. Y sin darse cuenta del trueque seguirán su vida con su nueva alma. Un alma de plástico. Vacía, inservible y ruidosa. Y así, alimentarán su ego con más consumismo y superficialidad, dejarán de lado los libros y la cultura, cambiándola por pantallas, redes sociales, cotilleos y reguetón. Ellos encantados. Y yo también, porque además cuando toda esa gente muera su alma de plástico irá a parar al mar. Y ahí se quedará cientos de años, ensuciando, mancillando la magnífica obra de Dios; todas las almas de la gente estúpida que las entregó, a cambio de nada.

25 centímetros

25 centímetros mediría, más o menos, la mujer que vivía boca abajo, en el techo del salón de mi nueva casa.
Aún no había terminado de ordenar mi ropa en el armario del dormitorio cuando oí ruidos. No le di mucha importancia, pero cuando terminé de colocarlo todo y fui a tumbarme un rato en el sofá para descansar un poco de la mudanza, ahí estaba ella, con su pequeña escoba barriendo mi techo –que a la vez era su suelo– mientras tarareaba una canción de moda. Estoy segura de que me vio, pero no me prestó ninguna atención. No quise incomodarla mucho, así que me contuve y evité dar rienda suelta a mi curiosidad, que era mucha. Era guapísima y me recordaba a Nerea, mi ex, que me dejó con la palabra en la boca y el corazón roto hacía bien poco:
Discutimos y me echó de casa, sin más. Me dijo que yo era muy pragmática, muy directa y que ella necesitaba algo más dulce, más abstracto. ¿Cómo fue lo que me dijo? que desde que estaba conmigo confundía el resplandor de la luna en las paredes con fantasmas amenazantes. ¿Qué coño quiso decir con eso? Nerea era así, yo ya estaba acostumbrada. En un alarde de creatividad –quería que viera que yo también sé decir cosas trascendentales– le dije que ella era como un imperdible, que una vez cerrado no pincha pero no te lo puedes quitar de encima. Se echó a llorar y me echó de su casa.

–No me cuentes tus mierdas, que bastante tengo yo con las mías–, me cortó tajante la mujer del techo. Me callé, decepcionada; me hubiera venido bien desahogarme un poco, en ese momento lo necesitaba. Lástima. Yo pensé que nos llevaríamos bien y que seríamos amigas.

–Dime al menos cómo te llamas–, pregunté, o rogué, no estoy segura, pero ella se limitó a no contestar.

Su “casa” era una réplica exacta de la mía, a escala, ocupando unos pocos metros cuadrados. Sólo el cuarto de baño estaba cubierto, y tenía la costumbre de entrar y salir de él dando un portazo; no había noche que no me despertara. No salía mucho de casa, pero si lo hacía, podía permanecer fuera varias horas. Vencí la tentación de revolver sus cajones y armarios, además de que mi escalera no era muy alta, tampoco era cuestión de vulnerar su intimidad. Sólo hubiera faltado que en ese momento entrase y me pillara haciéndolo, no quiero ni pensar la bronca que me hubiera echado.

Sus ojos grandes y oscuros parecían de personaje de manga y siempre estaban pendientes de todo (excepto de mí). Yo la miraba siempre que tenía oportunidad, tenía un cuerpazo, hacía pilates y yoga varias veces por semana con la entrega de una entrenadora personal. No era nada sedentaria, siempre estaba haciendo cosas en casa, la tenía más recogida y mejor puesta que la mía, que al poco tiempo sólo parecía una mala copia de la suya, siempre impecable. No sé de dónde sacaba tiempo para todo.
Tocaba la guitarra también, mucho mejor que yo. Por más que lo intenté fui incapaz de seguir sus rápidas progresiones de jazz. Demasiado para mí que apenas podía tocar con soltura un blues o un rock ligero. Pero es cierto que no me ayudaba para nada, muy al contrario, parecía que disfrutaba rompiéndome los planes musicales –y todos los demás–, mostrando a cada momento su independencia y superioridad. Y yo, que era un puto desastre en todos los sentidos, acabé rindiéndome, a sus pies. Todavía no sé en qué momento me enamoré de ella como una quinceañera. De su elegancia, de su altivez y de esa forma de mirarme con sus pequeños ojos grandes, incluso en esas circunstancias, siempre por encima del hombro.

Incapaz de llamar su atención, estaba obsesionada y desesperada a partes iguales. Mis días se convirtieron en una suma extraña de horas que una tras otra sucedían bajo su condición eficaz y silenciosa. A esas alturas –no sólo mi casa–, toda yo era una copia barata de ella.
Tenía que hacer algo. Por mi salud mental y porque amaba a esa mujer con toda mi alma.

Cuando salió –vete tú a saber a dónde– llamé a Nerea. Le dije que los fantasmas nunca lloran mientras miran la luna, pero que yo sí cuando pensaba en ella. Le supliqué una noche más, por los viejos tiempos. Una frase estúpida, pero funcionó. Nerea era así, capaz de derretirse –apiadarse– con una frase pomposa, aunque tuviese un significado incierto y absurdo. Me dijo que venía para acá.

No me fue difícil bajar y guardar todos los pequeños muebles para que no los viera y pensara que estaba loca. Ni calcular el tiempo para que la mujer del techo me pillara en la cama con Nerea. –Se morirá de celos, la pequeña diosa–, me repetía yo, acurrucada entre las piernas de Nerea.
Pero cuando entró por la pequeña puerta y vi su cara… y la de Nerea… esa forma tan dulce y especial en que se miraron, una diosa y una soñadora sintiendo un flechazo de manual, en toda regla… comprendí, de golpe, que todo estaba perdido y acabado. Así fue. Nerea se llevó a Julia –a ella sí le dijo su nombre– en su bolso. Antes de salir por la puerta de mi casa, Julia me dijo que me podía quedar con sus cosas. Ni siquiera se despidieron de mí. Embobadas, encoñadas, no dejaban de mirarse ni de hacerse arrumacos. Qué asco me dieron. Desnuda, y aún con el sabor de Nerea en mi boca, me acosté odiándolas. Y me dormí llorando.

25 centímetros mediría, más o menos, el hombre que me encontré boca abajo, en el techo del salón, ocupando el lugar de Julia.
Es un patán sin modales, peludo y grosero, que se pasa el día en calzoncillos, tumbado a la bartola y haciendo posturitas frente al espejo. Nunca cierra la puerta del baño cuando hace sus cosas, y por las noches me despiertan sus ronquidos. A menudo me pide cerveza y no deja de preguntarme –o rogarme– que le diga mi nombre. Pero yo me limito a no contestar y a mirarle, continuamente, por encima del hombro.

Olvido

Me sirvieron el tratamiento para el olvido en una bandeja de aperitivo sobre una mesa de IKEA.
–Esto no es serio–, le dije al tipo que tenía pinta de corredor de seguros o de apuestas, no estaba seguro.
–Beba y calle. Bueno, beba y olvide–, me dijo con gesto muy serio. Bebí sin rechistar ni pestañear.
Salió corriendo en cuanto le di el dinero. Al final, resultó ser un vulgar corredor de ciudad. Un runner normal y corriente.
Me fui satisfecho y contento, necesitaba olvidar. Pero la alegría me duró poco, pues comprobé que seguía recordándola, sobre todo aquella manera tan especial que tenía de mirarme, por encima del hombro unas veces y por debajo del sobaco otras. Ella sí que sabía hacerme feliz…
Resignado, y antes de acudir al trabajo saldé mis cuentas con el matón del barrio. Me dio las gracias antes de salir corriendo también, como el otro. Jodidos runners, no da tiempo ni a despedirse en condiciones. Me quedé con las ganas de estrecharle la mano.
Fui paseando tranquilamente hasta mi consulta. La sala de espera estaba abarrotada de pacientes impacientes…
Como suelo hacer normalmente, receté a cada uno de ellos el medicamento que precisaba el anterior. Curiosamente la mayoría de ellos no vuelven más, será porque se curan. No está nada mal, considerando que tengo mi consulta en una peluquería.
Despaché a todos los pacientes en un cuarto de hora. Al más grave tuve que dejarlo ingresado en la trastienda.
La última paciente entró con uniforme de trabajo. Me dijo una serie de frases que no entendí y además no coincidían con ninguna patología.
–Qué mujer tan extraña. Ésta debe ser también runner–, pensé, pero resultó que no, más tarde me dirían que era policía.
Ahora, mis compañeros de celda me ruegan que les recete algo… pero… ¡qué más quisiera yo! Justamente ahora es cuando me ha hecho efecto el tratamiento para olvidar…

Los últimos días de Dios

—Jaque Mate.
La Dama cruzó el tablero de lado a lado y capturó la torre con la que Satanás protegía su Rey que no tenía escapatoria hacia ninguna casilla.
Dios miraba a su adversario con una mezcla de satisfacción y compasión.
—¿Cómo vamos en el total? —Satanás le preguntó tendiendo su mano roja.
—Te acabo de empatar —respondió mientras la estrechaba.
—No puedes superarme y lo sabes —sonreía Satanás mientras le guiñaba un ojo.
—Lo mismo te digo, hermano —Dios también sonrió, chasqueando los dedos a la vez que las piezas se ponían ellas solas en su lugar—. Fuiste tú!
—No sé a qué te refieres.
—Confiésalo. Tu juego me recuerda mucho al del ordenador “Deep Blue” cuando ganó a Kasparov en 1997. Fuiste tú quien realmente jugó aquel campeonato en lugar de la máquina con una suerte de movimientos arriesgados y perfectos. Combinación insuperable.
—¿Quién? ¿Yo? Yo nunca hubiera hecho eso —y sonriendo, el Diablo mentía sin tratar de ocultar su sonrisa pícara y burlona.
—En aquel tiempo los algoritmos informáticos no estaban tan avanzados. Hasta a mí me extrañó que el campeón perdiese con un programa. ¿Cómo no lo vi en su momento?
—Admite que hice un gran trabajo.
—Eres un abusón.
Los dos sabían que la siguiente partida quedaría en tablas, o a lo sumo, con la ventaja de sólo una partida ganada en el cómputo total. Así había sido desde el inicio de los tiempos.

La mañana era tranquila y soleada en el Edén. Bajo el cielo despejado la brisa acariciaba los elementos como una fina cortina de seda.
—Tengo que contarte mi sueño —Dios alejó un peón una casilla de su alfil derecho.
El Diablo pensó que esa apertura era tan osada como inconsciente, y respondió moviendo su peón de rey una casilla, dejando vía libre a su dama hacia el lado que Dios había hecho su apertura.
—Yo también he soñado algo curioso.
—Tú primero —Dios le miró intrigado.
—Zrod.
—Nuestro guía.
—El mío no. El tuyo. El vuestro —Satanás paladeó las sílabas.
—También es el tuyo aunque no lo creas.
—Ya, sí, lo que tú digas. Pues yo también he soñado con él.
—¿No te parece una casualidad?
—No. Muchas veces soñamos con él. La casualidad al final no deja de ser pura estadística.
—No, hermano —Dios movió la cabeza de lado a lado—. La casualidad y el destino a veces van tan unidos que son en realidad un círculo cerrado.
—No empieces otra vez con lo de siempre —Lucifer protestó chasqueando la lengua.
—No empieces tú.
—Ya sabes que soy ateo y no necesito Dioses que me guíen. Bastantes estamos ya por aquí… Y yo sólo creo en lo que veo. No como vosotros que sois una panda de místicos.
—¿Qué has soñado? —la voz de Dios sonó ahora apaciguadora aunque le molestó la apreciación.
—Que nos citaba a todos en el Lago Redondo.
—¿Para cuándo? ¿Para mañana al alba?
—Sí.
—Yo he soñado exactamente lo mismo. Tenemos que hablar con los demás —el gesto de Dios mostraba verdadera preocupación.
—¿Por qué?
—A las evidencias me remito.
—¿Cuántas veces soñamos con el Lago Redondo? Día sí y día no. Pues ve tú si así lo deseas, hermano. Todo esto me da una pereza terrible.
—¿No tienes al menos curiosidad?
—La más mínima.
Para Dios (y los demás) Zrod era una idea abstracta pero real. Era la referencia. Un abrazo que sentir, una compañía invisible, algo que siempre había estado ahí y que ahí seguiría. El creador de los elementos y del Edén, el origen y el final. A pesar de no haberlo visto nunca jamás, eran capaces de sentirlo. Esa era la diferencia: Ellos lo sentían. Para Satanás era diferente, la idea de Zrod era pura superstición, algo inventado y forzado. Los escritos sagrados que hacían referencia carecían de rigor. Para él era todo simple folclore.
Dios no pudo ocultar su decepción… realmente pensó que podría convencerle.
Y, adelantando dos casillas el peón del caballo derecho, dió por terminada la conversación. Se levantó de su silla de mármol y se fue. Satanás se quedó en su silla de metal incandescente, mirando con los ojos encendidos el tablero que sólo tenía tres peones avanzados.
Le dieron ganas de tirarlo todo de un manotazo al suelo. Estaba realmente enfadado.
Hablar de Zrod le ponía nervioso. Muy nervioso. Porque cada vez lo tenían todos más presente y él se estaba volviendo día a día más práctico.
No comprendía los rituales, los rezos, los miramientos, el miedo, incluso, que los demás sentían. Como si todo estuviera lleno de ojos, llenos de dedos acusadores. Un juicio constante y eterno de “algo” que no estaba en ninguna parte y que sin embargo, condicionaba sus vidas, las de todos y cada uno de ellos. Y no eran pocos los que estaban allí.
Jesús, María y el Espíritu Santo compartían espacio, bien cerca de Dios y el Diablo. Alá, Mahoma y sus 72 huríes hacían lo propio en otro lugar. Al igual que Horus, Amón Ra, Isis y Osiris. Y también Zeus, Hera, Afrodita, Apolo y Hares. Y Krishna, Visnú, Shiva y Brahma, y también Jahvé, Marduk, Jehová, Júpiter, Odín… y así hasta varias docenas de ellos. Algunos, como Thor, Eolo, Neptuno o Selene, parecían no saber muy bien qué estaban haciendo allí. Pero ahí estaban todos ellos, cada grupo (o grupúsculo) separado del resto e interactuando más bien poco, aunque viviendo en armonía.

Satanás decidió salir de su templo y airearse un poco. Lo necesitaba.

El Edén era un lugar realmente impresionante. Si no fuera porque era imposiblemente perfecto, parecería diseñado y fabricado por un Creador con gusto exquisito; la pureza hecha realidad sin límites en ningún sentido. Además de los lógicos parajes (a cada cual más bonito) y ornamentos naturales, los cuatro elementos confluían de manera bella y equilibrada: Fuego, tierra, aire y agua, cada uno en su lugar y en el momento en que correspondía, porque el tiempo también era un elemento igual que el resto. A veces transcurría y a veces no. Podías estirarlo o comprimirlo. A veces incluso te veías a ti mismo en otro instante en el mismo lugar.
El centro del Edén era el Gran Lago Redondo. De aguas tranquilas y azules, estaba rodeado por un césped tan fino como el terciopelo, que invitaba a tumbarse y a disfrutar.
El Lago Redondo era la conexión común del Edén con el resto de escenas, y absolutamente todo llevaba hasta allí. Todos los caminos, hileras de árboles, ríos, corrientes de brisa (y también de lava), flores, copos de nieve y gotas de lluvia (cuando caían) apuntaban a ese lugar. De hecho, aunque quisieras irte en dirección contraria, finalmente terminabas llegando ahí.
Los dioses lo visitaban con frecuencia, aunque evitaban coincidir con los otros porque cada uno tenía sus costumbres, muy diferentes a las del resto. Unos dioses se arrodillaban, otros apoyaban la frente en el suelo, otros hacían ofrendas, otros cantaban, otros hacían desfiles, otros escribían mandamientos y legados, otros hacían extraños rituales como si fueran brujos… Sólo Satanás iba allí a tumbarse y relajarse. Los demás cuando estaban allí, se sentían obligados a hacer algo, lo que fuera, a favor de Zrod.
Las aguas del lago eran algo extraordinario. Si las mirabas a ras de suelo, podías ver a Zrod reflejado en ellas. Y si mirabas hacia el fondo, detrás del agua y su ligero vaivén, como una extraña ventana abierta a otra dimensión, veías a la humanidad, sus logros, sus miserias, sus ocurrencias y sus tonterías. Eran una especie singular. Capaces de hacer lo mejor y lo peor, lo necesario, lo importante, lo absurdo, lo imposible. Les resultaba llamativo comprobar que una gran parte hacía exactamente las mismas rutinas y costumbres que ellos.
Ninguno de los dioses sabían de dónde habían salido. Simplemente estaban ahí sin darle mucha más importancia. Suponían que los habría creado Zrod, como a ellos.

Satanás se tumbó frente al lago, como muchas otras veces.
No le apetecía mirar hacia abajo y ver a los hombres y a las mujeres. Después de tantos milenios observándolos, los conocía bien. Eran muy previsibles y al final todas las civilizaciones seguían las mismas pautas y cometían los mismos errores, tanto individualmente como a nivel global. Intuía que a ésta no le quedaba mucho para sucumbir. Se lo estaban ganando a pulso además. Pobres ignorantes, tan avanzados y al mismo tiempo, tan estúpidos. En el fondo, le aburrían.
Miró una vez más al ras del agua y vio reflejadas las nubes y las montañas lejanas, igual que siempre. Nada más. Ni rastro de Zrod.

Así, completamente relajado y sin pensar en nada, se durmió.

Los dioses empezaron a llegar un poco antes del alba, puntuales a su cita. El murmullo de sus pasos y sus almas llegó hasta el Lago Redondo mucho antes que ellos.
Satanás se marchó antes de que llegaran todos. No le apetecía nada verlos ni participar en aquello que iba a tener lugar, fuese lo que fuese. No estaba para tonterías.
Los 175 dioses se dispusieron alrededor del Lago, cada uno acompañados de los suyos. Sólo Dios echaba de menos a su hermano. Era el único que faltaba. —Me ha tenido que tocar el único ateo —murmuró, como muchas otras veces hiciera.
Las caras de los dioses reflejaban sorpresa, nerviosismo, desconcierto y también la esperanza de que Zrod se manifestase por fin, de algún modo. En milenios era la primera vez que todos a la vez soñaban con él, con una cita concreta, un día concreto.
Todos miraban al centro del Lago. La humanidad, abajo, seguía con sus vidas anónimas, y los dioses arriba… no sabían qué iba a pasar. Ninguno de ellos.

Una niebla empezó a formarse en la superficie del Lago, al tiempo que el débil movimiento del agua quedaba paralizado y todo lo demás oscurecía…
El tiempo, como la dimensión variable que era, quedó detenido.
La bruma tomó consistencia, se elevó varios metros girando sobre sí misma dibujando espirales. Cuando se disipó, apareció Zrod, mientras todos los demás no daban crédito a lo que veían.
Zrod lo era todo en ese momento. Irradiaba luz y parecía estar mostrando el frente a todos por igual. Era bello, andrógino por momentos, a veces parecía más un hombre, a veces una mujer, a veces un niño, a veces una anciana y a veces otra cosa completamente diferente. Proyectaba cuatro sombras: una estática, otra nerviosa, otra de colores y otra luminosa…
Un instante después, el tiempo volvió a transcurrir y cada uno de los dioses hizo algo diferente. Unos rezaron, otros se arrodillaron, otros se echaron al suelo, otros alzaron las manos, otros cantaron, otros se sintieron indignos, y alguno que otro, paralizado, no supo lo que hacer.
—Por favor, silencio —se oyó claramente sin que sus labios se movieran lo más mínimo.
Todos se callaron.
—Poneos en pie y atendedme —Siguió sin mover los labios—. Su voz sonó serena y profunda, doble, quizá triple; una grave, otra aguda, otra ni grave ni aguda.
Los demás obedecieron, sin atreverse, casi a respirar.
Nadie allí era capaz de abrir más los ojos y los oídos…
—He decidido mostrarme, por primera y última vez, dada la gravedad de la situación —manifestó con un gesto parecido a la tristeza—. Lo que os voy a decir va a cambiar las cosas radicalmente —prosiguió, ahora sí, moviendo los labios tras los cuales se escapaba un vaho fantasmal que después caía, suavemente y en forma de cristales, al Gran Lago.
¿Sois conscientes del nivel tecnológico que está alcanzando la humanidad? —hizo una pausa—. Pues están tan avanzados, que están obteniendo respuestas. Las respuestas. Todas las respuestas y en todos los ámbitos. Especialmente en cosmología, geología, biología y física cuántica.
Todos miraban sin comprender. Sin saber ver más allá de sus palabras.
Nadie había parpadeado todavía.
Zrod emitió un pequeño chasquido con la lengua.
—A ver, hijos… ¿vosotros sabéis quienes sois?
Alguien dijo, temeroso, que eran dioses. Los dioses.
—Y ahora decidme… ¿sabéis en realidad quién soy yo?
Dios respondió que era El Guía. El Maestro, el Eterno e Inmortal Creador de todo.
—Siento deciros que estáis muy equivocados —Zrod le interrumpió—. Os lo explicaré: ¿Sabéis el poder que tienen varios miles de millones de personas pensando y creyendo lo mismo? Ese inmenso número mentes inteligentes, de voluntades pensando, creyendo que en realidad existís… al final ellos mismos sin quererlo, han acabado creándoos a todos vosotros. Ellos han sido los que os han dado el poder. Porque os creen poderosos. No ha sido por otra cosa. Y vosotros sois los que me habéis creado a mí. 175 dioses pensando, creyendo, convencidos de que son poderosos… pero sin comprender de dónde habían salido ni por qué estaban aquí. Habéis acabado haciendo lo mismo que los humanos. Creer en algo superior —y mientras lo contaba, no pudo ocultar una expresión de rencor—. Los humanos os crean. Vosotros me creáis. Yo, incluso pensé durante un tiempo que alguien me había creado a mí también.
Hizo una pausa larga y pesada.
—Pero observo a los humanos todos los días —prosiguió— y estoy al tanto de sus últimas investigaciones. Y las últimas han sido muy reveladoras. En un laboratorio hace pocos días consiguieron con unos cuantos elementos de la tabla periódica, crear algo muy parecido a la vida. Una célula, con todas sus funciones, su ADN y capacidad para reproducirse. Días más tarde, han encontrado vida bacteriana en Marte y también en Encélado, un satélite de Saturno. Las últimas observaciones del telescopio James Webb y el Radiotelescopio ALMA, revelan que el universo, dentro y fuera de la Vía Láctea está repleto señales de vida. Unas básicas, otras avanzadas, y otras inteligentes.
Y lo más importante, ayer mismo en el acelerador de partículas CERN de Suiza, lograron comprender y reproducir el desfase cuántico que dio lugar al Big Bang. Han creado un mini-universo en un laboratorio. Con sus 3 dimensiones, sus leyes de la física, su inflación y todo lo necesario para mantenerse.
Señores, —y su voz resonó mucho más profunda y grave— la humanidad acaba de comprender que en el origen del universo y de la vida no intervino ningún Creador. Ahora sí, después de tantos siglos de evolución, la ciencia es capaz de explicarlo todo.
Zrod calló, mientras los demás trataban de asimilar.
—Entonces, ¿qué va a pasar ahora? —Jehová preguntó con voz trémula.
—En breve todo esto se desmoronará. En cuanto la noticia se extienda y la humanidad asimile y comprenda que ya no somos necesarios… Vosotros desapareceréis y yo también. Tenemos los días contados aquí. Por no decir las horas.
Los dioses no se atrevieron a decir nada… paralizados por una noticia tan devastadora.
—Ha sido un placer compartir este escenario con vosotros. Os ruego que viváis vuestros últimos momentos en paz y libertad. No me invoquéis, no me recéis, no me preguntéis ni me dediquéis nada… no imagináis lo agobiante que puede llegar a resultar.
Inmediatamente después, desapareció entre brumas y espirales.

El alba siguió su curso con normalidad y también el ligero movimiento del agua del Lago que engulló los cristales que Zrod había exhalado al hablar.

Algunos dioses menores desaparecieron allí mismo.
Los demás se miraron entre ellos.
Hubo palabras de agradecimiento y despedida. Hubo abrazos y lágrimas también. Hubo buenos deseos. Pero sobre todo, resignación y tristeza.
Cada uno se marchó a su lugar, a su escenario. Algunos no llegaron y desaparecieron por el camino. Otros lo harían poco después.
Dios voló desesperado buscando a su hermano. Tenía que contarle todo y despedirse de él.
Lo encontró sentado frente al tablero de ajedrez. Justo antes de poder decir nada desapareció sin más.
Satanás lo vio volatilizarse y comprendió lo ocurrido al instante. Después de tantos milenios observando a los humanos, hacía tiempo que dedujo que era tan sólo una cuestión de tiempo. Porque siempre era igual. Ya había pasado varias veces. Nacer al inicio de cada civilización y morir cuando la civilización comprendía los mecanismos del universo.
El Diablo movió su dama en diagonal hacia el rey expuesto e indefenso de Dios.
—Jaque mate, mi amado hermano.
Y justo antes de desaparecer, amargamente lloró.

El monstruo del armario

—Papá… ¿me cuentas otra vez el cuento? —mi niño me preguntó con la misma ilusión de todas las noches.
—Claro, hijo, pero después te dormirás que ya es tarde —y arropándole me froté un poco los ojos. Había sido un día duro y tenía algo de sueño.
—Escucha bien, hijo mío, no te pierdas detalle de esta historia tan aterradora.
—¡Espera! —me interrumpió— ¿Cómo se titula el cuento? Y me miró con sus ojitos abiertos como platos.
—Se titula… ¡El moooonstruo del armaaaario! —y mientras lo pronuncié, puse mi voz más profunda y tenebrosa.
—¡Qué bien, qué ilu! —exclamó dando unas palmaditas rápidas.
Hice memoria y empecé a contar tal y como recordaba todo:

“Cuando le pedí a mi padre que mirase en el armario por si había un monstruo… así lo hizo. Abrió la puerta convencido… y después de que su rostro mostrase una expresión de horror, volvió a cerrarla y dijo con la voz temblorosa que allí no había nadie y que no me preocupara. No me dio el beso de buenas noches. Salió deprisa de la habitación y desde ese día nunca más lo volví a ver.
Al final, a todo se acostumbra uno. A vivir sin padre, y también a compartir habitación con un monstruo que vive en el armario.
Sé por qué lo hizo. Por qué se fue mi padre, digo. El monstruo del armario daba bastante miedo. Aunque no era muy mayor (tendría mi edad, más o menos) era de color oscuro, tenía colmillos largos, los ojos amarillos y las orejas puntiagudas. De piernas y brazos fuertes, pero con dedos largos y uñas afiladas, aseguraba no saber de dónde había salido ni qué hacía allí. A mí me dio pena porque parecía desamparado. Por eso le acogí en mi cuarto y en mi armario. Además, el armario era enorme. Había sitio para mi ropa, mis cosas y para él. Y al ser hijo único siempre había echado de menos un hermano con quien jugar.

Desde el primer día mi prioridad fue ocultárselo a mi madre; no quería que hiciera lo mismo que mi padre. No fue difícil, desde que él se marchó, mi madre trabajaba todo el día y tenía poco tiempo que dedicar a la casa, a mi cuarto y a mí.
Una tarde, como el monstruo no tenía nombre decidimos uno. Yo le hubiera llamado Robin, Luke o Irwin pero él eligió Vampoo. Vaya nombre raro, pensé.
Le di permiso para utilizar mi ropa. A excepción de la ropa interior, claro. Como no íbamos muy bien de dinero y mi paga semanal no daba para mucho, la robaba de los tendederos de los vecinos.
La comida no era problema, no le hacía falta comer ni beber. Tampoco necesitaba ir al baño, lo cual era una gran ventaja porque eso hacía más fácil mantenerlo oculto y tampoco sudaba ni olía, por eso no le hacía falta cambiarse mucho de ropa ni bañarse.
Por aquel entonces yo no tenía muchos amigos en el colegio. A Vampoo no le gustaba la gente y me quería solo para él. Aún así… ¡tampoco me daba tiempo! Después de clase tenía que volver a casa para hacer los deberes y estudiar, hacer la compra, limpiar y también jugar y hacerle compañía a Vampoo. Entiendo que bastante aburrido tenía que ser pasar solo toda la mañana.
Como no hablaba ni me relacionaba mucho, mis compañeros me pusieron un mote. A la gente le gusta mucho poner motes. El chapas, el chino, el granos… Y yo fui el raro. Reconozco que podría haber sido peor pero… habría que haberlos visto a ellos, sin padre ni hermanos, llevando una casa y compartiendo habitación con un monstruo de verdad, como los que salen en las películas de miedo.
Por las tardes Vampoo me ayudaba con los deberes e iba aprendiendo a la par que yo, aunque a él no le gustaba estudiar. Pero era mi condición imprescindible para poder ser amigos. Que me ayudara, con los deberes y también con las tareas de la casa. Sólo después de terminar era cuando nos poníamos a jugar hasta que mi madre llegaba, entonces se escondía en nuestro cuarto mientras ella y yo cenábamos y nos contábamos nuestras cosas.
Mi madre nunca se enteró de que Vampoo vivía conmigo. Tenía el oído muy fino y si ella se acercaba se escondía debajo de la cama. Era muy rápido. También muy fuerte, para su corta edad y su escasa estatura.
Alguna vez nos peleábamos… como todos los niños, con sus hermanas o hermanos. A mi no me gustaba que se enfadase, sus ojos amarillos se ponían rojos y su cara se volvía tenebrosa y daba verdadero miedo… así que le pedía perdón y hacíamos las paces.
En alguna ocasión me ayudó, cuando alguien se metió conmigo en el recreo y me pegó, no tuve más que decírselo a Vampoo. Por la noche le hizo una visita y asunto arreglado, no volvió a molestarme.
Cuando oscurecía también me era muy útil. No tenía miedo a que alguien me hiciera daño. Él me protegía.

Y así pasaron los años.
Mi madre y yo.
Vampoo y yo.

Cuando me tocó elegir Universidad, elegí una cercana a la ciudad. Le dije a Vampoo que no podría venir conmigo, que tendría que quedarse en casa y yo iría a visitarlo cuando me fuera posible…
Ese día se puso como una fiera y rompió varias cosas de nuestro cuarto. Logré calmarlo, pero se quedó enfadado unos días. A mí me cayó una buena bronca porque tuve que decirle a mi madre que había sido yo.
Aún quedaba todo el verano para estar juntos. Aún así, ya nunca volvió a ser como antes.
A lo largo de ese verano crecí (curiosamente, él no lo hizo ni lo haría nunca) y empecé a pensar de manera diferente.
Había muchas cosas que ver más allá de ese armario y esas cuatro paredes que se me caían encima cada día un poco más. Me estaba perdiendo muchas vivencias, quería conocer gente y cambiar de aires.
Yo le ocultaba a Vampoo esos pensamientos, sabía que no le gustaría saberlo. Él estaba encantado con nuestro armario, nuestro cuarto y conmigo. No necesitaba más pero yo sí.
Cada día, la presencia de Vampoo me resultaba más asfixiante. Nuestra diferencia de edad cada vez era mayor; él quería jugar siempre más, quería que hablásemos más, me reclamaba continuamente, quería que le contara todo lo que hacía y también mis cosas y mis secretos. Nunca estaba satisfecho, todo era poco. Tenía mil proyectos y en ellos sólo estábamos él y yo. Yo estaba harto y le daba la razón como a los tontos. Mejor dicho, le daba la razón como a los monstruos. Como a los monstruos pequeños. Porque nunca dejó de ser un monstruo de unos pocos años.

Cuando me fui a la Universidad me dio mucha pena. Aunque yo ya estaba muy distanciado de él estuve tentado a decirle que viniera conmigo. Pero no podía ser porque no tendría un cuarto para mí solo y el campus no era lugar para él.
No se despidió. Se quedó dentro del armario.
Y yo empecé mi nueva vida con un nudo en el estómago y otro en la garganta… Pero habiéndome quitado un peso de encima y con una innegable sensación de libertad y futuro.

Cuando en el campus me asignaron habitación y compañero fue una bocanada de aire fresco. Lo necesitaba.
Mi compañero Noé era muy buena persona. Enseguida congeniamos y nos hicimos amigos. Era completamente diferente a Vampoo. Me daba libertad. Sin agobios, sin presiones ni miedos. Además de habitación, compartíamos sueños… la vida por delante abría sus puertas y ambos la mirábamos expectantes, con deseo y ambición.
Hablábamos mucho, sobre todo cuando acababa el día y en poco tiempo sabíamos casi todo del otro. Le encantaban las historias de miedo. Antes de dormirnos, solíamos contarnos (o inventarnos) alguna. Nunca mencioné a Vampoo, pero estoy seguro de que me hubiese creído y hubiera querido conocerlo.
Noé dormía con su machete bajo la almohada por si había un apocalipsis zombi. Él era así. Decía que lo de la invasión zombi era cuestión de tiempo y quería estar preparado.
“Algún día te harás daño, te sería más útil una pistola” le advertí varias veces y él siempre decía que aún no tenía edad, pero que todo se andaría.

El sábado fui a visitar a mi madre… y también a Vampoo.
Llegué antes que ella y lo busqué por todas partes pero no lo vi. La casa estaba limpia y ordenada. Demasiado, para el tiempo libre que tenía mi madre.
Pasé allí el fin de semana. Me echaba de menos, pero la vi contenta. Nunca temí por ella. Sabía que a Vampoo sólo le interesaba yo. Aunque agradecí que desde la sombra ayudase a mi madre con la casa.
Volví al campus desconcertado por no haber visto a Vampoo en ningún momento.

A partir de ese día, comenzaron los rumores. Los estudiantes empezaron a decir que a veces veían una sombra pequeña moverse increíblemente rápido y unos ojos amarillos que observaban desde la distancia. No tenía duda de quién era.
Yo trataba de comportarme con normalidad pero estaba muy intranquilo. En cambio Noé estaba emocionado. Varias veces salió por los pasillos del campus, cuando era noche cerrada y todos dormían. Yo solía acompañarle, no quería que se encontrase con Vampoo él solo, sabía que nadie corría peligro si yo estaba delante.
Una noche me acosté pronto porque tenía mucho sueño y justo antes de dormirme vi que Noé salía de la habitación.
Dormí toda la noche.
Cuando desperté por la mañana, Noé no contestó a mi “buenos días” y tiré de su manta…
Estaba muerto sobre una gran mancha de sangre, con su machete de matar zombis clavado en el cuello.
Días más tarde, los forenses, dirían que se había clavado el cuchillo mientras dormía en un movimiento involuntario. Noé se movía mucho por las noches… pero de ahí a seccionarse la yugular…
En la autopsia dirían también que el cadáver apareció con los dedos índice y medio de cada mano estirados y separados, como haciendo el símbolo de la victoria. Dirían que en el momento de la muerte estaba soñando. Pero yo sabía que no era un símbolo. No era la “V” de victoria. Era una firma. Era la “V” de Vampoo.

Esa misma tarde fui a casa, antes de que mi madre llegara.
Roto y fuera de mis casillas me puse a gritar, a llorar, a insultar a Vampoo.
Le grité que de acuerdo, que él ganaba. Con los ojos llenos de lágrimas, le pedí que me dejara terminar la universidad y que después viviríamos juntos el resto de nuestros días. Pero a cambio, él no mataría ni haría daño a nadie nunca jamás.
Salió de su escondite y me dijo que de acuerdo.
Con una de sus uñas me hizo un corte en la palma de la mano y después hizo lo mismo en la suya.
Nos dimos la mano y así sellamos nuestro pacto.
Ninguno de los dos rompería jamás el juramento de sangre”.

—Papá, qué historia tan aterradora, ¡la has contado genial! —mi niño me miraba emocionado.
Siempre me pregunté cómo le gustaban tanto las historias de miedo. “Las de caballeros y princesas son un rollo” solía decir.
—Ahora tienes que dormirte —y me puse serio para no dejar opción.
—Antes de irte… ¿Puedes mirar en el armario por si dentro hay un monstruo? —y sus ojitos me miraron con inquietud.
—Claro —abrí las puertas del armario y me aparté para que mirase.
—Gracias papá —ahora su voz sonó tranquila mientras cerraba los ojitos.
—Espera papá, dame un beso de buenas noches…

Y entonces abrió sus ojos amarillos, y extendió hacia mí sus manos largas y sus uñas, una de ellas manchada todavía, con nuestra sangre.
Y con todo el asco y el odio del mundo, le di un beso a Vampoo.

Los zapatos de tacón de aguja

Fue la mañana más fría desde que se tienen registros. Los pocos que se atrevieron a salir de debajo de los edredones se quedaron helados después de poner los pies en el suelo frío y no tuvieron más remedio que lanzarse a la cama para no morir congelados, abrazándose a la persona que tenían al lado, los que dormían acompañados, y hechos un ovillo, los que dormían solos. Allí pasaron el día entero, sin atreverse siquiera a sacar la cabeza de debajo de las gruesas mantas para no respirar ese aire helado que se había colado en todas partes.

Por las calles, los zapatos, zapatillas, sandalias, alpargatas y todo lo que la gente se pone en los pies caminaban solos y sin dueño, como si no hubiese pasado nada.

Unos zapatos de tacón esperaban impacientes, en una cafetería, a que otros zapatos elegantes acudieran a su cita. Después de estar allí un rato se fueron por separado, a la oficina.

Las zapatillas de los “runners” trotaban por las aceras y los parques con zancadas rápidas, levantando algo de tierra en cada pisada.

En las escuelas de danza, las zapatillas de ballet hacían sus saltos y piruetas al son de música clásica, en las academias de baile, otros calzados cómodos bailaban salsa, bachata y bailes de salón.

En los campos de fútbol, veintidós pares de botas corrían tras el balón, en los gimnasios los pedales de las bicicletas estáticas giraban a toda velocidad, y sobre las lonas, zapatillas de todas clases y colores se movían a ritmo de zumba, body pump o GAP. También las botas de los boxeadores bailaban alrededor del saco sin que éste se moviese.

Las botas de agua de los niños saltaban con energía sobre los charcos o se deslizaban por los toboganes de los parques.

Mientras las casas seguían congeladas y la gente sin atreverse a salir de la cama, la Tierra siguió girando porque lo que por ella camina no dejó de hacerlo:
Los pasos inseguros de zapatos pequeños que lo hacían por primera vez, las suelas arrastrándose de los que ya anduvieron demasiados años, la cadencia larga del calzado que pasea tranquilamente por las calles y el ritmo rápido de los pasos que van con prisa…

Y así el día terminó normalmente, entre ecos pisadas y huellas en la tierra, zancadas que seguían perspectivas por delante y dejaban veredas por detrás…

Unos zapatos de tacón salieron de la oficina y al poco rato los zapatos elegantes. Se reunieron en el mismo café de por la mañana.
A los pocos minutos los zapatos de tacón se fueron muy deprisa, con pasos sonoros y altivos. Los zapatos elegantes lo harían algo más tarde y pasaron el resto del día vagando sin rumbo por las calles. Llovió, pero los zapatos no evitaron los charcos que encontró en su camino.

Aún hoy, la gente sigue bajo gruesas mantas, helada de frío y soñando con su antigua vida. Mientras, sus zapatos siguen haciendo que la Tierra gire, como si nada hubiese ocurrido.

New York, New York

Despierto, confuso.
La luz se cuela entre las lamas de la persiana y me molesta. Hoy, no sé por qué, puedo ver a través de mis párpados cerrados.
La voz de mi conciencia me da los buenos días y se pone a cantar una de Sinatra. New York, New York, concretamente. No lo hace mal, además. Pero me desconcierta. Normalmente la voz de mi conciencia se limita a decirme (más bien a repetirme) las cosas que hago mal. Y las que hago medio-mal también. Además nunca, nunca jamás me da los buenos días y no estoy acostumbrado a su saludo ni a que, en un alarde de auto afirmación, incluso egocentrismo, cambie su rutina y se ponga a emular a «La Voz».
Desde que he despertado, veo también dos manos saliendo de la pared. Una a cada lado del cabecero de la cama. Las dos son masculinas, una de hombre mayor, con manchitas, y la otra jóven, muy cuidada, grande y fuerte.
No es la primera vez que las veo, la diferencia es que normalmente ambas manos me hacían una bonita peineta cada una, pero hoy se han puesto a chasquear los dedos, a ritmo de la canción. Cuando llega el estribillo, hacen un trémolo curioso. Algo así como chas-chas, chaca-chaca-chás. Admirable. Buen swim tienen mis nuevas amigas.
La canción se acaba y me dan ganas de aplaudir, pero ante mi desconcierto no lo hago y me limito a pronunciar un tímido «hola» con cierto matiz de interrogación, como queriendo preguntar en realidad, qué leches está pasando.
Ya sé que es raro que un par de manos (de diferentes personas además) oigan, pero deben haberlo hecho, porque acto seguido se ponen a saludar efusivamente. Me pregunto si saludan o si en realidad se despiden.
Me incorporo. Realizo ese ejercicio mental que a todos nos ha tocado hacer más de una vez, para determinar si estamos soñando o no. Tras el auto chequeo de mis sentidos y sus sensaciones determino que estoy despierto y bien despierto.
Quizá estoy imaginando demasiado fuerte.
O estoy escuchando demasiado hondo.
O mirando demasiado lejos.
O a lo mejor, enloqueciendo demasiado pronto.
O todo ello a la vez.
Y mientras, sigo reparando en que, la luz me molesta cada vez más aunque cierre los ojos.

–No seas mentirosa, tú no puedes ver a través de los párpados cerrados –me dice.

Bueno, esto ya me resulta más familiar. Incluso, me tranquilizo un poco. La voz de mi conciencia vuelve a criticarme, como siempre. Me quedó pensativo.

–¿Mentirosa? ¿Por qué me has cambiado el género? –Le pregunto inquieto. –Y… ¿como sabes lo que yo veo o dejo de ver? –inquiero mientras sigo abriendo y cerrando los ojos para comprobar que, haga lo que haga con ellos, soy incapaz de dejar de ver la habitación, ni las manos, que continúan saludándome – despidiéndose, aunque ya sin tanta energía, pues lleva un cuarto de hora moviéndose frenéticas.

–Yo lo sé todo chavala –me grita, altanera y prepotente, mi estúpida conciencia.

Y entonces se pone a cantar «Yo soy aquel» de Raphael. Desde luego, la voz de conciencia en cuestión musical está a la última moda. Las manos vuelven a chasquear… Eligen un tempo compuesto, un seis por ocho. Y creo que se han equivocado. Qué decepción, a esta canción no le pega nada ese ritmo.

–¡Se dice flow, antigua, que eres una antigua! –Protesta mi conciencia. Qué maja. Y así todo el día, oye.

A mitad del segundo estribillo ya me dan ganas de taparme los oídos… pero para qué. A estas alturas ¿alguien duda de que hiciera lo que hiciera, seguiría oyendo la dichosa voz y los dichosos chasquidos?
Me quito el pijama y lo cuelgo en mi “nuevo perchero”. Ante todo, uno tiene que ser práctico. Elijo la mano joven que queda completamente cubierta. Mejor así. Una cosa menos de la que preocuparse. Ya me estaba poniendo nervioso tanto soniquete.
Pero no le ha gustado. La mano se revuelve y tira el pijama al suelo. Al rincón. Para que se le llene de pelusas. Hija de puta. Motherfucker, quiero decir, pues desde que he despertado pienso en inglés.
Recojo el pijama del suelo y miro a la mano con gesto desafiante.
Anda, mira, qué peineta tan perfecta me hace. Oye, de libro. Si tuviera el móvil a mano le hacía una foto para ponerla de perfil en Facebook.
Empiezo a estar verdaderamente cansado y aburrido de este asunto. Y no sé si lo he pensado o también lo he dicho.

–¿Por qué sigues hablando en masculino? –Me pregunta mi voz, con su toque prepotente. –Y por qué piensas en inglés? –prosigue, impertinente.

En realidad, no sé si ha sido la voz o la mano la que lo ha preguntado. Pero ya me da igual.

–¡Iros a la mierda los dos! –les grito. –¡Que me tenéis hasta los cojones, coño!… ¡O hasta el coño, cojones!…

Tiro el pijama sobre la mano y salgo de la habitación enfadado. O enfadada. Ya ni lo sé. Que me estáis liando. ¡Joder! ¡Shit!
Qué pesados, por favor…
Decido darme una duchita. A ver si el agua limpiando mi cuerpo se lleva también tanta tontería.
Por inercia enciendo la luz del baño… aunque no hubiera hecho falta, pues sigo viendo perfectamente a pesar de estar oscuro.
Me veo entonces reflejado en el espejo. Sorprendentemente, tengo un bonito cuerpo de mujer… Bueno, bonito no… perfecto. No es que esté buena, no… soy la mujer 10. La mujer 10 en bragas. Yo creo que me doy un aire a Scarlett Johansson. Lo raro es que si me miro directamente, sigo siendo el mismo de siempre. Un hombre más bien normalito.
Así que prefiero mirar al espejo.
Me dan ganas de meterme mano allí mismo.
Y de hecho, no lo hago porque justo en ese momento, suena el timbre de la puerta. Sé que es el timbre porque en lugar del típico ding dong, suenan las maracas de Machín. Lo más normal del mundo.
Llaman una segunda vez.
Ahora suena el himno de Eurovisión. Voy corriendo antes de que llamen una tercera vez y suene la sintonía de “Verano azul”. Eso sí que no, por favor. Un poco de piedad, que aún no he desayunado.
Pero antes, corro a la habitación a por el pijama. Trato de cogerlo, pero la mano-perchero no lo suelta.
Forcejeo y tiro del pijama con todas mis fuerzas, pero lo tiene muy bien agarrado, la hija de puta. Son of a bitch, quiero decir, que sigo pensando en perfecto inglés.
Se me ocurre abrir el armario y buscar algo con lo que taparme.
Pero… sinceramente… no me atrevo. Prefiero abrir la puerta de entrada en bragas antes que abrir el armario y por ejemplo, me muerda la ropa que hay dentro.
Corro hacia la entrada, pero antes paso por el baño y me miro al espejo una vez más… estoy buenísima de la muerte. I’m so pretty… quiero decir.
Y sigo corriendo hacia la entrada, toda pizpireta, con mis braguitas rosas. Qué monas son, con ese lacito rojo tan bonito.
Mientras voy llegando compruebo cómo la oscuridad sigue huyendo de mí. La veo atravesarme como si nada y alejarse por el largo pasillo, en dirección al dormitorio, de donde salió.
Ahora lo comprendo todo:
No es que pudiera ver a través de mis párpados cerrados (que tampoco sería tan raro, ¿a quién no le ha pasado alguna vez?) lo que ha ocurrido es que al despertar, la oscuridad ha huido de la habitación (o de mí) y se ha ido hacia la puerta de entrada. Igual que el humo de un cigarrillo se va hacia siempre va a la cara del que no fuma.
Al girarme, me percato de la gran medusa que flota frente a la puerta. Con una sonrisa de oreja a oreja. Tienen orejas las medusas? Pues no lo sé… al menos esta si.
Debo de estar bajo el agua. Eso explicaría el por qué hace ya rato que tengo la angustiosa sensación de que me estoy ahogando… ¿Cuánto tiempo llevo sin respirar? No lo sé, pero de momento es soportable. Cuando me vuelva azul, entonces ya veremos.
Ah sí… la puerta. Se me había olvidado. Esquivo la medusa, giro la manilla y abro muy despacio.
Vete tú a saber lo que me encontraré al otro lado.
He aquí:
Chris Hemsworth vestido de enfermero, todo sonriente.

–Come in, come in –me invita a pasar sin dejar de sonreír.

Boquiabierto y ojiplático, cruzo la puerta y entro a lo que parece la recepción de una consulta médica privada.
Sostiene otra bata para mí, de color verde, y me la ofrece. La mía es mucho más fea, de enfermo de hospital, anudada por detrás, humillante, diría yo,
Prefiero la suya, la verdad, parece hecha a medida para resaltar su cuerpazo. Qué guapo está, con su pelo rubio, sus ojos azules y su 1,81. Sólo le falta el martillo de Thor, al canalla, pero no podría sujetarlo, veo que le falta su mano derecha. Aunque su muñón es perfecto y redondo y no lo cruza ninguna cicatriz. Me dan ganas de pedirle un autógrafo. O un selfie. O dos besos… o lo que sea!… Pero no puedo, pues, aunque pienso en un perfecto inglés, soy incapaz de hablarlo. Ya es mala suerte; no creo que vuelva a verme en una situación como esa.
Me pongo la bata verde mientras Chris Hemsworth me mira de reojo, con cierto deseo, diría yo. Quizá es que le han gustado mis braguitas rosas. A quien no…
Con su mano buena (la otra hace rato que la metió en el bolsillo de la bata) me señala una puerta.
Y se esconde detrás del mostrador, desde donde, sin perder esa sonrisa, me sigue señalando la puerta con su mano buena.
Si Chris Hemsworth me pide que cruce la puerta, yo la cruzo. De igual manera que si me pidiera sonriendo que hiciese el pino-puente o abriese la ventana y saltase por ella, lo haría sin dudarlo.
Así que, anudando mi humillante bata (y notando la mirada de Chris Hemsworth en mi culo) cruzo la puerta para ver qué es lo que ocurre ahora.

Aparezco en una habitación grande y vetusta. Todo se ve en blanco y negro y con un ligero matiz sepia como una fotografía antigua, excepto yo, que tengo el color de un negativo de fotografía, también antigua, para no desentonar. La habitación tiene un ventanal enorme por la que se ve una ciudad, también antigua.
En la pared, a una estantería pesada e inmensa ya no le caben más libros, y delante de ella, hay una mesa también clásica y pesada, llena de papeles con anotaciones hechas a mano, de una caligrafía interesante.
Unas cuantas estanterías y vitrinas con objetos de lo más variado adornan las demás paredes y rincones. Parece la consulta de un médico de principios de siglo.
No le falta ni el esqueleto típico, a tamaño real, que a decir verdad, me da muy mal rollo, porque da la sensación de que está pendiente de mis movimientos y además, desde que he entrado no hace más que guiñarme el ojo. Y esa sonrisa llena de dientes, y ese pose altivo con la cabeza que casi le apunta al techo…
Hay un diván clásico y típico enfrente de la mesa.
Juraría que el esqueleto, sin pronunciar una palabra ni hacer un solo gesto, me invita a sentarme.
Mis pasos desnudos tan apenas se oyen en el suelo de madera oscura.
Me recuesto en el diván sin apartar la mirada del esqueleto, al que advierto, como no, que le falta la mano derecha.
Me relajo en el diván y espero a que algo ocurra…
Llaman a la puerta que se abre despacio.
Entra Sigmund Freud, fumando un puro enorme y echando bocanadas de humo que se queda orbitando alrededor de su cabeza. La brasa anaranjada del puro es el único color en la habitación que sigue viéndose en blanco y negro.
Lo veo relativamente bien… considerando que lleva casi 80 años muerto. Yo creo que aún no se le ha manifestado el cáncer de paladar que lo mataría a los 83 años.
Saluda con voz animada y decidida y nos estrechamos la mano al tiempo que se presenta.
Se sienta en la mesa. Saca una libreta y apaga el puro.
El humo se queda alrededor de su cabeza. Ya debería haberse difuminado. En cambio, se ha quedado formando un disco. Igual que los anillos de Saturno. Con la sonda Cassinni y todo, orbitando alrededor.
Entonces se pone muy serio y me pide que se lo cuente todo.

–¿Todo? –repito lentamente, separando un poco las sílabas. Quiero que sepa que como empiece a contar, va a flipar en colores.

–Todo –sentencia, mientras pienso que con la cantidad de cosas que habrá escuchado este hombre a lo largo de su vida estará inmunizado contra todo. Bueno, contra el reguetón seguro que no. Como le cante algo de lo que suena últimamente por aquí entonces sí que va a flipar, me echa de la consulta seguro. Pero no quiero que se avergüence de los futuros giros ni vuelcos que dará de la humanidad, así que empiezo a contarle con todo detalle lo que me ha ocurrido desde que he despertado.

Estoy como tres cuartos de hora contándole, sin parar. Cuando termino, tengo la boca seca. Qué bien me he quedado, oye.
Y un silencio que considero demasiado largo se apodera de la consulta. Decido esperar un poco más a ver si arranca.

–Qué opina, doctor –pregunto impaciente.

Pero nadie responde.
Me levanto del diván despacio y extrañado –o extrañada, ya ni lo sé–. Veo que la habitación ha recuperado el color, que no hay nadie sentado detrás de la mesa y que la cabeza del esqueleto apunta hacia abajo y parece muy triste con sus cuencas oscuras y vacías.
Salgo por la puerta de la consulta y Chris Hemsworth, tras el mostrador me extiende una factura por un importe de 50.000 euros. Creo que es un poco caro, pero pago sin rechistar con mi American Express mientras me despido babeando con alguna frase en perfecto Spanglish. Ni un selfie con él ni nada. No me atreví ni a pedirle el recibo. Soy una idiota.
Abro la puerta de mi casa y vuelvo a mi habitación.
La medusa que antes había en el pasillo ahora es un perro que duerme tranquilo y no parece haberse enterado de todo el jaleo.
La sensación de estar debajo del agua ahora es justo a la que precede al despertar.
Me meto en la cama. Las manos del cabecero son lamparitas normales y corrientes. Antes de abandonarme al sueño las apago. Todo se queda en silencio y en perfecta oscuridad.

Despierto muy confuso, rodeado de destellos blancos. Están por todos lados y giran alrededor de mi cabeza. O tal vez soy yo la que gira. O la habitación. No lo sé. Quiero hablar pero no puedo y me duele todo el cuerpo. Oigo una máquina a mi lado que hace sonar unos pitidos al compás de mis latidos.
Aún tardaré un rato en eliminar la anestesia.
Un médico que se da un aire a Sigmund Freud –acompañado de un enfermero que se parece un poco a Chris Hemsworth– me dice que la operación de cambio de sexo ha sido todo un éxito. Me lo dice en castellano aunque la clínica está en Nueva York –elegí la mejor del mundo y me ha costado un dineral–. Pero estoy convencido de que el resultado merecerá la pena.
Les doy las gracias y me quedo sonriendo.

–Lo primero que haré cuando me quitéis todos los puntos, será ponerme unas braguitas rosas –les digo.

–¿Con lacito? –preguntan a la par.

–Por supuesto –les digo satisfecha.

La primera flor del almendro

Nací antes de tiempo, tenía prisa por salir. Otras flores me siguieron pero yo fui la primera en llegar a estos días inusualmente cálidos.
Justo enfrente de tu ventana, mi solitaria rama cabecea con el viento y durante unas pocas mañanas he contemplado tu mirada lanzada al infinito y el vuelo de tu pelo al aire fresco del Norte.
Vivo mecida y colgante, contando las horas del tiempo que me queda, porque esta noche el frío del invierno volverá y congelará mis hojas pequeñas. Cuando mañana abras de nuevo tu ventana el rocío brillando sobre mí será lo único que pueda dedicarte… Y mi vida fugaz en un fragmento de primavera.

Para Ana

La casa del terror

—Sé bienvenido a la casa del terror… Puedes seguirme. Eso sí, si lo haces no habrá vuelta atrás—. Eso dijo el nota, disfrazado y maquillado como Igor, con voz impuesta y pomposa, justo antes de desaparecer por la gran puerta de madera de aquel casoplón que parecía a punto de empezar a caerse a pedazos.
Me adentré despacio, tranquilo, tras él.
La entrada daba al hall principal que estaba en ligera penumbra, pero se podía ver medianamente bien.
Igor se metió sin mediar palabra por una de las varias puertas que había en el hall. Le seguí. Daba a un pasillo muy largo y oscuro, con varias ventanas de las que salía luz y una puerta cerrada al fondo. No vi a Igor por ninguna parte.
—A ver qué pasa ahora—, pensé. Supongo que lo de siempre. Más de lo mismo. A ver monstruitos.

La primera ventana daba al exterior. Fuera, Frankenstein cargaba un fardo enorme, con ramas caídas de los árboles. Las dejó en el suelo y Leatherface, de “La matanza de Texas” con su motosierra las cortaba en trozos pequeños, ayudado por Jason Vorhees de ”Viernes 13” y su gran machete. Así estuvieron un rato, sin hacer nada más.

Yo flipé.

En la siguiente ventana, Freddy Kruegger de “Pesadilla en Elm Street” cortaba vegetales con su guante de cuchillos que después iba añadiendo a un caldero que hervía al fuego mientras canturreaba con su voz ronca una melodía pegadiza. Me miró y me guiñó un ojo.

Seguí flipando. En colores.

En la tercera ventana, la niña del exorcista estaba en la cama, con pinta de tener un gripazo terrible. Drácula, sentado en una pequeña silla a su lado dejó en la mesilla un libro de cuentos infantiles y empezó a darle cucharadas de un plato de caldo humeante.

Te cagas, pensé.

Y en la siguiente, la muerta de la curva tomaba y acariciaba la mano de una anciana con la mirada perdida. “No te preocupes por nada, yo estoy contigo”, le decía suavemente sin dejar de mirarla con dulzura.

—Esto es el colmo—, me dije. ¡Que me devuelvan el dinero!

Seguí andando por el largo pasillo. Muy enfadado. —¡Menuda mierda de casa del terror. En cuanto pille al encargado de esto le voy a montar un buen pollo. Estafadores!—, grité.

Pero aún quedaban unas pocas ventanas por las que había que pasar, antes de poder salir de allí.

La siguiente ventana daba de nuevo al exterior. Al mar. No entendía nada. Estaba a cientos de kilómetros de la costa, pero era el mar de verdad.
A lo lejos, divisé una patera inmensa, llena de inmigrantes, sobrecargada. Por sus caras, debían de llevar días navegando. El mar estaba embravecido y una ola hizo volcar a la patera. Las olas que después la azotaron la hicieron pedazos. La gente gritaba en mitad del océano. En unos minutos, unos se ahogaron y otros, agarrados a los trozos que aún flotaban, quedaron a merced de las olas que no dejaban de barrer el mar.
Un poco más lejos, un trasatlántico lleno de turistas pasaba de largo, como si no hubiese ocurrido nada. Muchos de ellos hacían fotos desde la cubierta. Algunos, incluso se hacían selfies con la tragedia de fondo.

Seguí caminando por el pasillo, desconcertado.

La siguiente ventana daba a una selva impresionante. No sé cuál sería, la Amazónica tal vez, o la del Congo. A la vez que por un lado unos hombres talaban árboles, otros construían carreteras, y otros, al volante de máquinas pesadas penetraban en la selva destruyendo todo a su paso. Miles de animales huían despavoridos… —¿Dónde irán ahora?—, me pregunté apenado.

La última ventana daba a una habitación con una pantalla inmensa en la pared. 4K, Ultra-High-Definition, ponía en un cartelito. Un niño sentado en el suelo la miraba absorto. En la pantalla las imágenes cambiaban cada pocos segundos: Un asesinato, una violación, un torturador y su torturado ensangrentado, un avión bombardeando una ciudad, cientos de peces muertos tras una marea negra, un linchamiento, una ejecución, un cazador, un incendio provocado, la lluvia ácida tras una explosión nuclear, unos niños cubiertos de polvo extrayendo minerales de una mina, otros niños muriéndose de hambre… Todo ello sin pausa y en bucle.
El niño giró su cabeza y me miró riéndose. Me disparó con una pistola imaginaria. —¡Pum! estás muerto—, me gritó sin dejar de reír.
Mi pecho empezó a mancharse con algo caliente, muy parecido a la sangre. Parecía de verdad. Puse mi mano en la herida imaginaria y en la mancha que cada vez era más grande y me eché a llorar.

Una puerta al final del pasillo se abrió y el resplandor del día lo iluminó todo. Salí corriendo de allí y no paré hasta caer exhausto. No fui capaz de mirar hacia atrás.

Todavía tengo pesadillas.

12 campanadas y un grito

Nada más fácil –dijo la pitonisa– simplemente tienes que ponerte a medianoche delante de un espejo con los ojos cerrados, tú sola y a la luz de una vela. Justo después de que suene la última campanada –y entonces se puso muy seria– abre los ojos y verás en el espejo al hombre con el que te casarás, a tu lado.

Decidió hacerlo esa misma noche.
No tenía miedo pero estaba muy nerviosa por la emoción. Comenzaron a sonar las campanadas y ella empezó a preguntarse; ¿será guapo? ¿será apuesto? ¿tendrá elegancia y don de gentes? ¿será bueno? ¿me tratará como a una reina? ¿tendrá los brazos fuertes y las manos grandes? ¿tendrá los ojos claros o el pelo oscuro?
Las campanadas dejaron de sonar.
Ella abrió los ojos muy despacio…

Gritó con todas sus fuerzas, absolutamente aterrada.

En el espejo sólo estaba ella. Nadie más.
La posibilidad de no casarse y tener que estar sola el resto de su vida le pareció espeluznante.

Agradecimientos:
Marisa y Bea

El espectáculo debe continuar

A causa de los imparables contagios, el estado de alarma se prolongó primero dos semanas, luego 6 meses y después 20 años.
Aún recuerda la noche del estreno, sus compañeros de función huyeron como ratas por la cuarentena pero él decidió quedarse y actuar. “El espectáculo debe continuar”, sigue repitiéndose cada noche, justo antes de salir y darlo todo frente a su público imaginario.

Donde todo comenzó

1

Ya en la orilla y después de varios días de terrible travesía, Nabila, exhausta y con su hijo en brazos saltó de la barcaza clavando las rodillas en la arena. Antes de desplomarse y cerrar sus ojos para siempre pudo ver cómo Hakim abría los suyos.

20 años después Hakim sigue paseando cada día por la playa donde todo comenzó. Tras las olas rompientes aún le parece distinguir la voz dulce de su madre. Y piensa que en la espuma blanca bañada por el sol, su alma continúa visitándole.

2

EN DEUDA CON EL MAR

La vida de Hakim siempre estuvo ligada al mar. Vivía por él, se alimentaba de él, se sentía en deuda con él. Incansable, podía nadar, bucear o surfear durante horas. Es quien mejor me entiende, solía decir.

Un día, con su tabla de surf debajo del brazo, lanzó su mirada más allá del horizonte y decidió saldar su deuda con el mar. Moriré acariciándolo, le dijo a una anciana en la playa a modo de despedida. Y se adentró en sus aguas con la sensación de que éstas se abrían a su paso.

De color negro

–Me pareció ver un lindo gatito. Un gatito negro.
–No es un gatito. Es una leona.
–¿Una leona de color negro?
–Sí. De color negro.
–No existen leonas de color negro.
–Sí que existen. En mi cabeza.
–Pues sal corriendo.
–No puedo, estamos encerradas ella y yo.
–¿Y esa ventana?
–Sólo está dibujada en la pared.
–Pues busca algo a lo que subirte. Un árbol, por ejemplo. Encuentra un árbol y trepa por él. La leona no podrá subir.
–Cuando lo hago la leona se convierte en leopardo. O en jaguar. Son muy buenos trepadores.
–¿También negros?
–Sí. También negros.
–Pues ahuyéntala. Haz fuego y ahuyenta a la leona.
–Entonces se convierte en oso polar. Todo se cubre de hielo, es imposible hacer fuego.
–Espera. ¿Un oso polar de color negro?
–Sí. De color negro.
–No existen osos polares de color negro.
–En mi cabeza sí. Mira. ¿No lo ves?
–Anda, es verdad.
–Está manchado de sangre.
–Sí, es mi sangre.
–¿Te ha mordido?
–No. Aunque me enseña los dientes nunca me muerde. Yo le ofrezco mi cuello pero no lo quiere. Sólo me acecha y me lanza zarpazos. Le gusta recrearse, está jugando con la comida.
–Mira, unas escaleras. ¿Qué habrá arriba? ¿Has mirado?
–Sí, he mirado. Hay un lobo.
–A ver si lo acierto, un lobo de color negro.
–Sí, de color negro.
–Y ¿ese también te acecha y te araña?
–No, ese sí que muerde. Y muy fuerte.
–¿Y qué quiere? ¿Tus huesos?
–No no, ojalá los quisiera. Ese solo muerde mis recuerdos. En sus fauces caben muchos.
–Oye, yo también estoy sangrando.
–Sí, es que te ha mordido.
–Pero ¿cuando? No me ha dolido.
–Cuando has venido. Y ya te dolerá.
–Entonces ¿ahora ya soy como tú?
–Sí. Has hecho muy mal acercándote a mí.
–¿Y qué vamos a hacer?
–No lo sé. Lo único que espero es que se cansen y se vayan.
–Pero mientras ¿qué haremos con todas estas heridas?
–Cuando cierren quedará una cicatriz.
–¿Una cicatriz de color negra?
–No. Esa será de color roja. Roja brillante, intensa. Será el único color además del negro.
–Oye ¿y por qué no gritamos?
–Porque no sirve de nada. Además, el primer zarpazo de la leona nos dejó sin voz.
–Entonces lloremos.
–No podemos. El segundo zarpazo nos dejó sin lágrimas.
–¿Y el tercero?
–Ese nos dejó sin sueños.
–Entonces tan sólo durmamos. Durmamos y olvidémonos de todo.
–Sí, pero sólo hasta que mañana todo vuelva a empezar.
–Oye… ¿por qué sonríes?
–Al menos ahora tengo alguien con quien hablar.

Así planchaba, así así

Lunes antes de almorzar, una niña fue a jugar, pero no pudo jugar porque tenía que planchar: Así planchaba así así, así planchaba así así, así planchaba así así, así planchaba que yo la vi señor juez, tiene usted que hacer algo, no es normal que una niña tenga que hacer las tareas de la casa, y menos aún la plancha, que una cosa es colaborar y otra muy distinta es tener que lavar, fregar y planchar cuando tendría que estar estudiando o jugando con sus hermanos, ellos seguro que estaban dándole al balón o a play, mientras la niña tenía que hacer la casa, señor juez, por favor, haga usted algo porque esto es un caso claro de explotación infantil.

Los servicios sociales se hicieron cargo de la pequeña y al poco tiempo su padre viudo huía ahogado por las deudas de juego. Una familia la adoptó y tuvo una infancia muy feliz.

Por la raja de su falda yo tuve un piñazo con un Seat Panda, me volvía loco con su Chupa Chups, qué vicio, qué vicio tenía la chavala, la tuve que despedir porque se negó a compartir la habitación del hotel en nuestro primer viaje de negocios, no es no, me decía, estaba buena pero era una mojigata, señor juez, eso le contaba el baboso del director general a su asesor, presumiendo, orgulloso, ni siquiera se esperó a que yo terminara de limpiar y saliera por la puerta, ese hombre es un acosador, conmigo también trató de propasarse, señor juez..

Esa y otras denuncias por acoso hicieron que terminase destituido. Su mujer se divorció al poco tiempo, y aunque no llegó a entrar en la cárcel, sus antecedentes y lo mediático del caso arruinaron su vida.
“No es no” le seguía gritando la gente años después, cuando se lo cruzaban en cualquier momento, en cualquier lugar.

Que no la encuentre jamás o sé que la mataré… Por favor, sólo quiero matarla, a punta de navaja, besándola una vez más, eso iba cantando el malnacido señor juez, mientras entraba en su casa y daba un portazo. Llamé inmediatamente a la policía y se lo hice saber mientras aporreaba su puerta, cuando lo vi salir salpicado de sangre y con cara de loco me encerré y por la mirilla vi como se arrojaba por la barandilla de la escalera, entonces entré en su casa y ahí estaba, tirada en el suelo, intenté cortar la hemorragia taponándole la herida hasta que llegó la ambulancia y la policía. Todavía tengo pesadillas, señor juez.

A las poco rato fallecía en la mesa de operaciones; perdió demasiada sangre.

La sangre siempre es la sangre.
La olvidada, la antigua y la nueva, que aún hoy siguen siendo derramadas por el mismo motivo.
Mientras su hija adolescente, abatida y desolada la limpiaba del suelo, alguien al otro lado del globo, seguía cantando la canción:
“Así limpiaba, así así”.

Pequeñas historias y grandes dramas del mundo

NO A LA EXPLOTACIÓN INFANTIL

Madrid:
—Qué sorpresa mamá, la abuela me dio unas monedas! Me compraré un zoo! Y un unicorning! Y unas maricosas! Y un orangegután! Y un pájaro ebanero!
—¿Ebanero o ebanista?
—Un pájaro ebanista.
—¿No será carpintero?
—Eso, un pájaro ebanero.
—Muy bien cariño, pero eso será mañana; ahora a cenar y a dormir.

Somalia:
—Mira mamá! Con las monedas que me dio el patrón he comprado pan tierno en lugar de cogerlo del vertedero! Verás qué sorpresa se lleva la abuela!

Dios no juega a los dados

Mi nombre es Satanás
Y quien juega a los dados soy yo.
Si sale uno… mueres.
Si sale dos… te asesinan.
Si sale tres… te violan.
Si sale cuatro… te arruinas.
Si sale 5… cometen una terrible injusticia contigo.
Sólo si sale 6 me meto en tu cuerpo. Y para sacarme, te hará falta un buen exorcismo.
Es muy divertido.
Me encanta el juego.

Dios en cambio, juega con un cubo de Rubik:
Si hace el lado blanco… nieva.
Si hace el lado rojo… nace una rosa.
Si hace el lado verde… crece un árbol.
Si hace el lado azul… sube y baja la marea.
Si hace el lado amarillo… luce el sol.
Si hace el lado naranja… amanece.
Y cuando resuelve el cubo entero… llueve y se forma un bonito arco iris.

Pero todo eso son idioteces.
Mi juego es mucho más divertido.
Agito el dado con furia…
Y lo arrojo con todas mis ganas, siempre contra los mismos.
¿Quieres saber qué te ha salido?

* * * * *

La frase de Albert Einstein «Dios no juega a los dados» es una cita, sacada de contexto, que se emplea incluso como prueba de que el físico creía en divinidades, en el destino o que mostraba así su rechazo a la teoría de la evolución de Darwin. Argumentos de autoridad aparte, la historia tras estas palabras es bien diferente, y ha suscitado gran cantidad de ensayos al respecto:
Einstein se refería al universo como a «Dios», una forma de hablar que compartieron físicos como Stephen Hawking. Debido a sus palabras tuvo que aclarar que, en efecto, no creía en divinidad alguna. La comparación con los dados tampoco quería decir que creyera en algún tipo de destino. La metáfora es tan sólo una crítica a la mecánica cuántica, que el nobel de Física rechazaba con rotundidad.

Las 5 vidas de Kevin

Para salir de su celda-caparazón, Kevin se hizo miniatura. Un poco más, si cabe.
“Voy a comerme el mundo y la noche se me quedará pequeña” se repetía una y otra vez. Pero la noche –todas las noches en realidad– era de rebajas, sin I.V.A y con complejos. Mil o incluso más.
Sólo había una forma de hacerse grande. De subir, de saltar, de hacerse par, de que sonara un rock en su medida de vals.
No era difícil. Sus “amigos” y él lo habían hecho su identidad, como un grito de guerra:
“Algo de Coca, algo de Cola.
Después de la Cola, quedarse K.O.”

1

Sus “amigos” lo encontraron tirado. Se había meado encima después de meterse una raya demasiado larga. Dos de ellos lo dejaron recostado en la parada del autobús. Ya no cambió la postura. Mientras la ciudad amanecía, Kevin dejó de respirar.

2

Despeinado, cansado, sudado y soñoliento, logró poner en marcha el coche de su madre, no sin esfuerzo. El agujero del contacto se movía continuamente esquivando la llave una y otra vez. Pero al final lo consiguió.
Se quedó dormido mientras conducía. Se saltó un semáforo y un camión de reparto que llevaba mucha prisa lo embistió. Mientras la conductora del camión sufría un ataque de pánico, Kevin dejó de respirar.

3

En un sucio WC de un sucio garito, con los calzoncillos por los tobillos después de haber echado una larga meada, se durmió con la cabeza echada hacia atrás. Sufrió un coma etílico poco después. Atragantado por su propio vómito, Kevin dejó de respirar.

4

“Hoy es el día, tío, hoy es el día”.
“Esta es la nuestra, colega, jamás volverán a meterse con nosotros”.
“Tómate una pirula más, co, que hoy no podemos fallar”.
“Se van a enterar esos gilipollas, de nosotros no se ríe nadie”.
Lo repetían como un mantra.
Llevaban días planeando ese encuentro en un descampado lejano.
En plena madrugada, dos grupos de idiotas estaban dispuestos a matarse dominados por la testosterona y la chulería.
A los pocos segundos de empezar la pelea, un botellazo en la nuca le fracturó el hueso occipital. Kevin cayó al suelo fulminado. A los pocos segundos y sin que nadie se diera cuenta, dejó de respirar.

5

Kevin, triste y mareado siguió su hilo gris imaginario y volvió a su celda-caparazón.
Tuvo pesadillas y al despertar su resaca era espantosa.
Al poco rato sonó su teléfono móvil, y al otro lado había una chica con voz dulce que decía llamarse Sally. Kevin no recordaba nada, pero ella dijo que se conocieron anoche, y ante su insistencia y por no parecer descortés finalmente accedió a quedar.
Fueron al cine y luego a cenar una hamburguesa. Después pasearon y bailaron en cualquier esquina a ritmo de “Despacito”.
Acabaron besándose apasionados, después de contemplar el amanecer.

Sus “amigos” no volvieron a saber de él.
En alguna ocasión lo recordaron y hablaron de él.
“¿Qué habrá sido de Kevin?”
“Conoció a una pava y creo que está saliendo con ella”.
“Menudo bragazas. Él se lo pierde”.
“Oye, ¿tú crees que desde este balcón llegaremos de un salto a la piscina?”
“Pues claro. Anda, sujétame el cubata”.

Corre Forrest

Corre Forrest.
Eso fue lo que me dijeron.
Y empecé a correr.
Y ahora no puedo parar.
Si lo hago yo también se parará el mundo.
Debo seguir corriendo.
No me queda otra opción.
Nadie puede alcanzarme.
Por mucho que quieran.
Yo soy más rápido.
Aunque me canse.
Aunque me desmaye.
Aunque me rompa.
Aunque me muera.
Corre. Corre. Corre.
Más. Mucho más. Muchísimo más.
Hasta que todo acabe.
Si me cruzo contigo no me interrumpas.
No me interesa lo que tienes que decirme.
Apártate y deja que siga corriendo.
Pues si paro yo se parará también el mundo.
Corre. Corre. Corre.

Qué hambre tengo. Voy a parar un ratito, a ver qué encuentro por ahí.

Y el hámster al que habían apodado como Forrest, se bajó de su rueda y se fue tranquilo hacia su plato de comida.
Cuando hubo acabado de comer, se tumbó y cerró los ojitos.

Nadie sabe cómo ocurrió pero…
El mundo dejó de girar.
Allí donde era de día se quedó de día y al otro lado del mundo se quedó estática la noche. Sin la fuerza centrífuga del giro, hubo un gran movimiento de la masa de agua del planeta. En pocos minutos miles de millones de personas morían ahogadas por el desplazamiento de los océanos. El resto, sucumbió a los pocos días.
La rueda sobre la que corrió Forrest no tuvo nada que ver. Fue una maldita casualidad.
El cambio climático alteró todos los patrones y el delicado equilibrio que hacía que La Tierra siguiera girando.
Hacía tiempo que la humanidad sabía que habían cruzado el punto sin retorno, lo que nunca imaginaron es que todo se precipitaría tan rápido.

Aún hoy, La Tierra sigue flotando inerte por el vacío cósmico, a la deriva, con todos los siglos de historia sepultada bajo las aguas frías o sobre la arena quemada por el sol.

LA –SUCIA– MANO MÁS LIMPIA DEL MUNDO

–Yo creo que exagerais.
–En absoluto, gordi. Tú no sabes lo que es esto.
–Pues a mí me gusta.
–Tú, el largo, eres un degenerado. Esto es realmente asqueroso.
–¿De qué estáis hablando?
–Tú cállate pequeño. Deja a los mayores que hablemos de nuestras cosas.
–Creo que quiere hacerlo otra vez, se está acariciando las tetas. Qué asco por favor. ¿Por qué no me utiliza para señalar o indicar, que para eso estoy…
–A ver si hay suerte y lo hace otra vez, que me estoy poniendo cachondo perdido.
–¿Dónde habrá aprendido esta chica semejantes guarradas? Iremos al infierno por su mala cabeza. Esto debe ser pecado mortal.
–Pues a veces se hurga la nariz conmigo. Como soy pequeño…
–Pues a mí me utiliza mucho para acariciar o dar masajes. Como soy fuerte…
–Pero esas cosas están bien, gordi. No pensarías lo mismo si te vieras dentro de su coño.
–Compañeros, sois unos meapilas. Con lo excitante que es…
–Esta mujer no es decente. Es una cochina. Lo que necesita es un hombre como Dios manda, que la lleve al altar y me ponga una alianza. Y que ella le haga la comida, la cena, y traiga muchos niños a este mundo. Lo normal.
–A mí me gustan mucho los niños pequeños. Pequeñitos como yo.
–A ver chicos… atención… creo que va a hacerlo otra vez. Que tengáis suerte. Ahí va. Coged aire.
–No por favor! Prefiero que me amputen.
–Oh sí! Méteme hasta lo más hondo! ¡Más! ¡Más!
–¡Puaj! ¡Voy a vomitar!
–Pues yo me aburro.
–¿Cómo lo lleváis chicos?
–Me muero.
–¡Me corro!
–Que se acabe pronto por favor.
–Jo! Yo también quiero jugar.
–Pues a mí me gusta cuando lo hace con otra chica. Es muy bonito y sensual. ¿No os parece?
–Sois todos unos pervertidos. Y esta mujer una desviada sin remedio.
–¡Qué a gusto me he quedado!
–Que se lave ya, por favor… por favor…
–¡Ay qué bien, otra vez la fiesta de la espuma! ¡Chupiiiiiii!

–Os habéis portado muy bien chicos. Ha sido un verdadero placer, como siempre. Tomad cremita hidratante y a dormir todos. Sois los mejores. Hasta la próxima mis queridos deditos.

MOMO

No sé cuánto tiempo llevo aquí encerrada. Pero estoy más que harta. Y cansada. Y también asustada, lo reconozco… ¿qué irá a hacerme esta chica?
Cómo añoro los viejos tiempos. Aquellos buenos tiempos en los que el miedo por sí sólo era capaz de hacer la rueda girar y el sistema funcionar.
Los adolescentes, con sus inseguridades pero con su vitalidad eran las víctimas perfectas para los retos absurdos que se extendían por los móviles y las redes sociales.
Normalmente, mi presencia no era necesaria. Sólo cuando un niño o adolescente se negaba a hacer alguna prueba era cuando tenía que materializarme delante de sus ojos. Tan sólo con verme, se lanzaban a realizar la siguiente prueba fuera cual fuera… incluso abrirse las venas con un cuchillo de cocina. Incluso apuñalar a alguien querido. Una vez, conseguí que un chico con problemas de autoestima se arrojara por la ventana. Todos me felicitaron por aquel logro. Joder, no me miréis así. Tuve que hacerlo, es mi trabajo y me pagan por ello.
El día es muy largo y da para pensar. Recuerdo que cuando me prepararon para esta ocupación solicité colmillos y garras, y también fuerza y rapidez. Pero no, sólo me dieron un aspecto perturbador. Sonrisa larga y afilada, ojos fuera de órbita y pelos de loca. Con eso es suficiente, me dijeron convencidos. Tampoco te hace falta hablar, ni gruñir ni nada. Se cagarán en cuanto te vean, nadie se atreverá a tocarte, te obedecerán sin más. Y así fue durante mucho tiempo, hasta que tuve la mala suerte de tener que visitarla. Era la víctima, había empezado un reto y no quiso hacer la siguiente prueba. Ve a por ella sin piedad, me dijeron. Total que fui, toda chula con mi aspecto aterrador… Pero llegó ella, más chula que yo, con sus directos, sus ganchos y su terrible golpe de derecha… en unos segundos me había molido a golpes, la puta boxeadora ésta que no tendrá ni pelos en el coño todavía. Perdí el conocimiento y cuando desperté estaba atada a una silla. Lo peor de todo es que sabe quien soy. Sabe que soy MOMO, el monstruo que sale de la tele, del móvil o del armario y te matará si no haces lo que te dice. Y sabe lo que he hecho, sabe que obligué a muchos adolescentes a hacer y hacerse mucho daño. Y se está vengando, la pequeña zorra. Me humilla haciéndose selfies conmigo para subirlos al Face y al Insta, me maquilla, me pinta los labios y los ojos… escuece un montón; no tengo párpados así que no puedo cerrarlos ni parpadear! Me pone reguetón o cualquier ritmo latino durante horas, mientras chatea por wassap como si le fuera la vida en ello o mientras entrena con su saco de boxeo y le pega con toda su alma.
Las noticias dicen que las lesiones por retos virales han disminuido casi un 80 por ciento. Y entonces me mira y se ríe, la hija de puta. A ver cuando se apiada y llama a la policía. Que me detengan y me encierren en una fría mazmorra.
Cualquier cosa, cualquier final será mucho mejor que esto. Ya no soporto mas regetón. Ni más selfies.
Socorro.

MOMO

El Reto de Momo (también conocido como «Juego de Momo» y en su forma inglesa Momo Challenge) es una farsa viral, una leyenda urbana acerca de un inexistente «reto» de redes sociales que se ha esparcido por Facebook y medios de comunicación.Se ha reportado que un usuario llamado Momo incita a niños y adolescentes a realizar una serie de tareas peligrosas, incluidos ataques violentos, daño autoinfligido y suicidio.

TETRIS

Lo nuestro comenzó como empieza una partida de Tetris. Con la certeza de que en algún momento terminará. Los que conozcáis ese juego sabréis que puedes marcarte metas y cumplirlas con más o menos destreza, pero llegará un momento que la pantalla llena de piezas mal combinadas te impedirá seguir formando líneas. Un Tetris siempre es una cuenta atrás segura: una bomba de relojería.
Tú eras como la pieza roja: Lisa y estirada. Sincera, práctica, fina, elegante y sin dobleces. Por el contrario yo unas veces era como la pieza azul, enroscada y cerrada sobre mí misma y otras veces como la pieza naranja, retorcida, asimétrica, imposible de poner en equilibrio y con un hueco permanente por llenar.
La partida comenzó con dificultad –mis piezas giraban en sentido horario y las tuyas en el contrario–. Ambas tratamos de formar buenos momentos, pero al igual que las líneas, desaparecían casi en el mismo instante de formarse.
La gravedad tiraba hacia abajo de las piezas cada vez con más fuerza y el vértigo construía hacia arriba el desastre que habría de venir… Cuando la velocidad de caída se volvió incontrolable y no fuimos capaces de alinear ninguna pieza más, te fuiste sin despedirte y no tuve otro remedio que continuar mi partida yo sola.
Desde entonces, las piezas siguen cayendo, pero jamás volvió a caer la pieza roja, la larga, la más elegante de todas, aquella que me habría de recordar a ti.
En su lugar, todas las demás caen arrojadas de un modo grotesco, grosero y sin ninguna gracia. En su caída giran imprevisibles y se estrellan contra el suelo rompiéndose en varios trozos, provocando un ruido sordo como cuando se rompe un hueso –como cuando se rompe una vida–.
La partida no acaba y sigue su largo y extraño discurrir.
Yo ya no formo líneas porque ya no manejo los mandos. Tan sólo esquivo como puedo las piezas que alguien arroja sobre mi cabeza.

No sé quién eres

—Qué lugar tan curioso.
—No es curioso. Es extraño.
—Es curioso que sea tan extraño.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Pues no lo sé.
—¿Y tú?
—Normalmente cuento hasta 100. Una vez llegué hasta 500.
—¿Eso es mucho o es poco?
—Eso es poco. Muy poco.
—Yo creo que acabo de llegar.
—No, cuando yo llegué ya estabas.
—¿Y dónde estamos?
—Yo creo que es un laberinto.
—No digas tonterías… ¿Dónde están las paredes?
—¿No las ves?
—No.
—Yo soy una pared. Tú eres otra.
—Mentirosa.
—No te enfades, sólo bromeaba. Es que tenemos que llevarnos bien.
—Pues no me mientas. Esto es serio.
—No es serio, es cruel.
—Es cruelmente serio.
—Mira.
—El qué.
—Una pared.
—Quizá la vería si tuviera ojos.
—Ya. Y si yo tuviera brazos te abrazaría.
—Y si yo tuviera cuerpo me dejaría abrazar.
—Y si yo tuviese labios te daría un beso.
—Y si yo tuviera boca te diría que te odio.
—Mentirosa. Me dirías que me quieres.
—Cómo me conoces…
—¿Por qué cierras los ojos cuando hablas?
—Me ayuda a recordar.
—¿Tú te acuerdas de algo?
—No. Pero lo intento.
—¿Lo has sentido?
—¿El qué?
—El viento. A veces sopla.
—Si. Algo me ha rozado la mejilla.
—¿Tienes mejilla?
—Si.
—¿Puedo besarla?
—Cuenta hasta 100 primero y búscame después. Me esconderé detrás de una pared. Si me encuentras, me besas en la mejilla.
—Aquí no hay paredes, lista.
—Entonces… ¿por qué no podemos escapar?
—Qué buena pregunta.
—¿Cuánto tiempo llevamos ya?
—Voy por 200. Escóndete. Ya viene.
—¿Quien viene?
—Él. Que no te vea. Te quiero sólo para mí.
—A mí no puede verme.
—Pero sabe que estás aquí.
—No lo creo. Es un pobre viejo.
—Lo sé. Pero mira lo que nos ha hecho.
—Ya puedes salir.
—¿Seguro?
—Si.
—¿Me ha visto?
—No me ha visto ni a mí.
—Es un pobre diablo.
—Lo sé. Pero mira como nos tiene.
—Cállate. Ya puedes darme el beso.
—Lo haría si tuviera labios.
—Qué rabia. Se me había olvidado.
—Quizá mañana.
—¿Cuándo es eso?
—Cuando llegue a 500.
—Pues empieza a contar y no pierdas el tiempo.
—¿Puedo preguntarte algo?
—Claro.
—¿Quién eres?
—¿De verdad quieres saberlo?
—Sí.
—Cuando lo sepas ya nada será igual.
—Ya nada es igual. Cuéntamelo.
—Eres un recuerdo.
—Mentirosa. ¿Por qué me mientes siempre?
—Es cierto. Sólo estás en su cabeza. Y yo también.
—No quiero oírte. Si tuviera dedos me taparía los oídos.
—Somos su pasado. Somos lo que ocurrió. Mejor dicho, lo que ya nunca ocurrirá.
—Pero si es un pobre anciano.
—Si. Y va perdiendo recuerdos. Cada día más. Pero ni a ti ni a mí nos deja marchar.
—Quizá es que somos lo único que le queda.
—Pronto morirá.
—Es posible. Pero antes olvidará.
—Entonces, seremos libres.
—No. Sólo seremos palabras que escriben sobre libertad.
—Mentirosa.
—No te enfades. Tenemos que llevarnos bien.
—¡No me toques! ¿Por qué lo has hecho?
—Yo no he sido. Habrá sido un enfermero. O un familiar.
—Ah…
—A veces le hablan y podemos oírlo también.
—Pero… esto es muy triste.
—Si. Lo es.
—¿Y tú? ¿Estás triste?
—No. Yo soy sólo una voz que habló como un susurro.
—Pues yo tengo ganas de llorar.
—No puedes. Él también se olvidó ya de eso.
—Pero oigo llorar. Alguien lo hace a su lado.
—No, soy yo la que llora.
—¿Quieres que te abrace?
—No. Quiero estar sola.
—Yo también.
—Tenías razón. Ya nada es lo mismo.
—Oye… ¿Quién eres?
—Soy la última lágrima de su recuerdo. El de su mujer.
—¿Y tú?
—Yo soy la última sonrisa que recuerda. La de su hija.
—Entonces… no podrá olvidarnos nunca.
—Lo hará, por desgracia lo hará.
—Pues… me parece muy triste.
—Lo es.

4 Caras de colores

—Tengo sueño.
—Yo tengo sed.
—Yo no tengo ganas de nada.
—Pues yo tengo ganas de bailar.
—Que alguna de vosotras haga algo o me dormiré.
—Me ha parecido oler a ron del bueno.
—Qué pereza.
—Además de bailar, también me apetece cantar.
—Yo me voy a echar un sueñecito.
—¿Qué habrá hoy de beber?
—Tú siempre pensando en lo mismo.
—Mejor alimenta tu espíritu. No hagas caso de la tiranía de tu cuerpo.
—Despertadme dentro de un rato entonces.
—Una menos para repartir la bebida. Tocaremos a más.
—Sois unas estúpidas, parecéis quinceañeras. Me tenéis hasta el coño.
—¿De qué color lo tenéis vosotras?
—Yo verde fosforito.
—Yo morado.
—A tí qué te importará mi coño.
—El mío es azul luminoso. Como el cielo del mediodía.
—Callaos… quiero dormir.
—Necesito un trago. ¡Camarero! ¡Un gin tonic!
—Puta borracha. ¿No te da vergüenza?
—El alcohol no es bueno para los chakras. Te los cierra y te impiden absorber la energía.
—Por favor… callaos de una vez.
—Échate a dormir y déjanos en paz, neurótica. Y que alguna consiga una botella de algo… por favor.
—Tú y tus neurosis. Tú y tu síndrome de abstinencia. Tú y tus locuras. De buena gana os dejaría aquí plantadas y me iría a vivir mi vida. Putas locas.
—Paz y amor hermana. Aleja los pensamientos negativos y respira… que venga la luz y el color. Míralos, están a tu alrededor.
—Me he tomado un bote de somníferos.
—Pues yo me he bebido una botella de ginebra.
—Apañada estoy. Toda la vida compartiendo lienzo con tres putas locas. No tendría otra cosa mejor que hacer, el Andy Warhol ese, que dibujarme por cuadruplicado.
—No te alteres Norma Jean… ¿Dónde íbamos a estar mejor que aquí expuestas en esta galería de arte?
—En una cama.
—En un bar.
—En una sesión de fotos.
—Rodando una película.
—En una fiesta hippie con canutos.
—En el diván de un psiquiatra, pero lejos de vosotras. Callaos que viene alguien. Y no vuelvas a llamarme Norma Jean, sabes que me gusta que me llamen Marilyn.
Marilyn Monroe.

El Mustang rojo

Voy en un Ford Mustang de color rojo.
El Mustang, es ese coche deportivo de aspecto agresivo que tiene un caballo en la parrilla frontal. No lo confundais con un Ferrari, que también tiene un caballo. La diferencia es que en un Ferrari el caballo está encabritado y tiene las patas delanteras en el aire y en el Mustang el caballo está horizontal, galopando, a punto de impulsarse con los cuartos traseros en una nueva y poderosa zancada. Os lo digo porque no es difícil confundirlos a primera vista.
Tengo que decir también que pocas veces había visto uno de estos. Un Mustang descapotable, digo. Reconozco que es bonito, pero no me interesan los coches. Para nada. Para mi gusto son muy poco prácticos. Además, yo nunca voy por carretera, suelo utilizar otros medios de transporte… Pero hoy es todo muy diferente.

Para empezar, no estoy viajando sola. Yo siempre voy a mi rollo y sin que nadie me condicione… Pero hoy no. Voy con una mujer, que es la que conduce. Y a decir verdad tan apenas la conozco… Lo poco (lo único) que sé de esa mujer es que es dueña y conductora del Mustang rojo en el que viajamos… y que parece estar disfrutando como un niña de la conducción sin capota. Yo también, que conste. Y es que el viento que nos azota con fuerza da mucha sensación de libertad. Y su melena pelirroja y ondeante es muy vistosa. Hace juego con la carrocería del coche, además.
Nunca había venido por estos parajes y tengo que decir que son realmente espectaculares. La costa Oeste de los Estados Unidos es un regalo para los sentidos. Viajamos hacia el sur. Hemos salido de Seattle y pasando por San Francisco y Los Ángeles llegaremos al Gran Cañón. Y después, pues quién sabe. Nevada, Montana… Ya se verá.
Reparo una vez más en la conductora. La pelirroja. Con la mirada fija en la carretera, no me mira ni me habla. Qué maleducada, la tipa. Buena conductora, si. Guapa, también. Pero muy poco habladora. Y muy suya. Yo pienso que va un poco de diva. Pero bueno, ahora eso ya casi es lo de menos.
A unos pocos cientos de metros ya se observa la escarpada garganta del Gran Cañón del Colorado. Es impresionante. Me rindo ante tanta belleza.
Casi abruma.
Casi se puede decir que no hay nada más bonito.
Casi diré que merece la pena morir en este escenario.
Morir aquí.
Morir así.
Morir ahora.

La conductora pelirroja paró el Mustang en un sitio habilitado.
Los turistas que había por allí la miraron de reojo. Unos al coche. Otros a ella. Otros su melena. Otros sus piernas largas y otros sus botas camperas. Sólo una niña que había por allí se percató de que en el frontal del Mustang, junto al logotipo del caballo que galopaba, había una mariposa preciosa, pero muerta, incrustada en la parrilla.
—Es un bello ejemplar de Tarucus Theophrastus—, le dijo su madre, apenada.
—Pobrecita— respondió la niña—, al menos ha muerto viajando por el mundo.

Pequeñas historias

PEQUEÑAS HISTORIAS
Y GRANDES DRAMAS DE LA GENTE

1
—¡Dese prisa señor conductor! —grité golpeando la tapa con los nudillos—. No puedo llegar tarde a mi propio entierro.

2
—¿Hay alguien ahí? —pregunté asustado.
Y alguien, aún más asustado que yo, me contestó que sí.

3
—Te doy mi corazón. Tómalo, es tuyo.
—Gracias. Mira, todavía late.

4
—Lo siento muchísimo. Le quedan 2 meses de vida.
—Vaya… ¿podría pasarlos con usted?

PEQUEÑAS HISTORIAS
Y GRANDES DRAMAS DEL MUNDO

NO A LA POBREZA
NO A LA GUERRA

5
—¿Por qué tiramos toda esta comida? ¿No se la podríamos dar a alguien que la necesitase?
—No te preocupes hijo, ellos mismos la cogerán de la basura.

6
PARIS:
—Dispare ya por favor, dentro de 15 minutos tengo otra sesión de fotos.
SIRIA:
—Dispare ya por favor… máteme y no me torture más.

NO AL MALTRATO ANIMAL

7
—Pobre toro… ¿por qué le hacen todo eso?
—Tranquila pequeña. Esto es arte. No sufre.

8
—¡Qué perrito tan bonito! Me gusta. ¿Lo desatamos y nos lo quedamos?
—No podemos cariño, este pobre galguito hace un rato dejó de respirar. Ven, vamos a descolgarlo.

NO AL MACHISMO
NO A LA VIOLENCIA DE GÉNERO

9
—¡Buenorra! ¡Te agarraba del pelo y te follaba aquí mismo!… Huy, qué vergüenza, hija mía, no sabía que eras tú. Perdona.

10
—Antes de que se acaben las fiestas… ¿Nos follamos a la última?
—Calla. No mereces estar en esta Manada. Hay que decir siempre “la penúltima”.

11
—Cariño, te doy un dólar por tus pensamientos.
—Deja de apretarme el cuello, no puedo respirar. Y no me pegues más, que me vas a dejar marca.

12
—No quiera convencerme señor agente. La maté porque era mía.
—Eso díselo al juez, malnacido. Si fuera por mi te mataba a porrazos ahora mismo.

NO A LA MUTILACIÓN GENITAL FEMENINA
NO AL MATRIMONIO INFANTIL

13
—Ven aquí, vamos a empezar tu ritual de purificación.
—Deja esa cuchilla abuela, no quiero que me cortes el pelo. Me gusta llevarlo largo.

14
—Hija, disfruta de tu noche de bodas.
—Y… ¿eso qué es?

La ocupación blanca

Me dijeron que yo era uno de “los blancos” y de ese color me vistieron.
Me dijeron que todo aquel que vistiese de otro color sería el enemigo.
Me dijeron que aquí todo valía. Que no tuviera reparos ni remilgos. Es divertido, me dijeron, una vez que te quitas de encima los prejuicios y los escrúpulos. Niños, adolescentes, mujeres, ancianos… daba igual. En el fondo, todos son iguales. Todos mueren de la misma forma.
Me dijeron que la estrategia principal era la ocupación. Se trataba de apoderarse de todo y no dejar sitio ninguno para nadie más. De hecho, el nombre de nuestro proyecto era “La ocupación blanca”. Cuando lográramos eso, el objetivo estaba conseguido.
Pregunté qué haríamos después de que todo estuviera ocupado. No supieron responderme. Pregunté también qué ocurriría si no lo conseguíamos. Tampoco supieron decirme.
No hice más preguntas. Me limité a cumplir con mi obligación. O al menos, con lo que se esperaba de mí.

No resultó difícil.
Nosotros éramos cada vez más y ellos cada vez menos. Además éramos mucho más rápidos.
Es cierto que recibían ayuda externa… pero siempre seguían la misma estrategia, era fácil anticiparse y en pocos días quedaba neutralizada. Cada vez resultaba menos eficaz.
El factor psicológico también era importante. El enemigo ya estaba agotado a todos los niveles y eso facilitaba la ocupación.
Lo estábamos logrando. No tardaríamos mucho más tiempo en alcanzar el objetivo.

Alguien ha empezado a hablar de la operación “T.M.”
No sabemos qué significa eso.
Realmente nos da lo mismo.
La ocupación está casi completada y el enemigo abatido.
No lo lograrán.
No tienen tiempo.
La operación “T.M.” es una utopía.

No puede ser.
Algo está pasando.
Algo está cambiando.
Ahora somos los blancos los que morimos y ellos sobreviven.
Nos están venciendo.
No lo entiendo.

El Trasplante de Médula fue todo un éxito.
Los valores disparados de glóbulos blancos disminuyeron hasta niveles normales.
La pequeña Beatriz venció la leucemia y salvó la vida gracias a un trasplante de médula.

DONA MÉDULA.
SALVA UNA VIDA.

100 ochos

Infinito llegó arrastrándose a la reunión de los cien ochos… Antes de entrar, no sin esfuerzo se puso en pie… ¡Pecho fuera, cabeza alta y paso firme!… y se coló en la reunión. Infinito parecía un ocho más. Exactamente igual que todos los que estaban allí dentro.
Pidió un refresco y apoyado en una columna para no caerse y descubrirse, disimulaba silbando una canción de moda.
Los demás ochos andaban, bailaban, cantaban bebían o dormían. Dos ochos se besaban, en un rincón alejado y oscuro. Después se fueron de la mano hacia el cuarto de baño.
Se estaba bien allí, pensó infinito, con su refresco en la mano.
—¡Todos quietos! Aquí hay un intruso —dijo un ocho—. Estamos más de 100.
—¿Y cómo lo sabes si sólo podemos contar hasta ocho? —preguntó otro.
—Haciendo grupos, ignorante. Ocho grupos de ocho y luego 3 o 4 grupos más, depende.
—¿Y de qué depende?
—No lo sé, ¡no me líes! pero aquí hay algo que no encaja.
—¿Qué pasa?
—Que estamos 101
—¿Y eso qué es?
—Pues… 13 veces 8.
—¿Y cuánto es 13?
—2 veces 8… bueno, un poco menos.
—Creo que no lo entiendo.
—Yo tampoco… ¡pero aquí hay uno que sobra!
—¿Y quién es?
—Y yo qué sé. ¿No serás tú?
—Yo no, ¿y tú?
—Yo tampoco.
—¿Y aquel?
—No lo creo…
—Esto es inadmisible… Hay que encontrarlo. ¡Que alguien piense algo!
—De acuerdo, pensaremos…
Silencio.
—¿Alguien ha pensado algo?
—No.
Silencio.
—Pues seguid pensando, que esto hay que arreglarlo.
Infinito observaba desde lejos apoyado en su columna. Apuró su refresco y lo dejó en la barra mientras guiñaba un ojo al camarero.
—Los ochos tienen fama de ser retorcidos —se dijo—, pero no imaginaba que fuesen tan cortos. Yo me largo de aquí.
Y se echó al suelo, y haciendo la croqueta se marchó de allí dejando a los ochos tan boquiabiertos… que se volvieron ceros.

Una “O” llegó rodando, a la reunión de los 100 ochos que se volvieron ceros. Se cruzó con infinito, que salía de allí.
—¡Hola! ¿Qué se cuece por ahí dentro? ¿Puedo pasar?
—Entra si quieres, pero no te lo recomiendo… ahí dentro llevan una conversación muy rara…
—Creo que no te entiendo…
¡Que son todos muy RAROOOOS!
—Ah vale…

«O” continuó rodando, calle abajo. Pero la calle era larga y empinada y ganó velocidad… chocó con una piedra puntiaguda, y se pinchó y se desinfló. Se quedó como una pequeña línea horizontal.
Con mucho esfuerzo consiguió ponerse en pie.
A estas alturas, todavía sigue buscando la reunión de los 100 unos. O las 100 íes.

El caramelo (en la puerta de un colegio)

No recordaba cómo había llegado hasta allí… Lo único que podía afirmar era que la noche había sido muy larga y confusa. Movimiento, agobio y desenfreno… Después una caída y un golpe. Y por último, las luces de la mañana reflejadas en su envoltorio brillante.
Eso es lo único que era capaz de recordar. Nada más.
Miró a su alrededor y cuando vio donde estaba sintió una oleada de terror. Puesto que, de los posibles escenarios en los que poder aparecer, sin duda ese era el peor de todos.
La puerta de un colegio.

A ver, de algo hay que morir, se dijo, pero los niños… son palabras mayores. Todos lo saben: Los niños son unos seres malvados, sin conocimiento ni criterio. Maleducados, mocosos, egoístas, ruidosos y sin ningún miramiento.
Distinguió que aquello era un instituto de enseñanza secundaria… pues aún peor. Adolescentes: Hormonados, frívolos, presumidos… torpes aprendices inconscientes, despojados de la poca inocencia que un día tuvieron.
Lo verían, seguro. Llamaba la atención. Estaba diseñado para ello: Ligeramente alargado (en proporción áurea), con ese envoltorio de celofán brillante como un espejo y una sabrosa fresa dibujada, con las palabras “Sugar free”, que incitaban a saborearlo y deleitarse despacio, como el manjar de dioses que era… Y sobre todo, esas dos terminaciones a los lados, tan graciosas, como coletas de plata que te están pidiendo a gritos que las estires para que ruede el envoltorio y empiece el espectáculo…
El sonido de un timbre, estridente y prolongado sonó en el interior del edificio y le sacó de sus pensamientos con un golpe de realidad. Sabía lo que significaba aquello. Tenía los minutos contados.
Hasta aquí hemos llegado, se dijo.
Y se limitó a esperar…
La puerta se abrió.
Pudo imaginar por un momento a los adolescentes saliendo atropelladamente, a gritos y empujones, y a uno de ellos abriéndolo impaciente y devorándolo sin piedad ninguna.
Por favor… que sea rápido… se decía resignado.
Los adolescentes salieron tranquilos, despacio, casi ordenados, sin hablar. Cada uno mirando su teléfono móvil, absortos en ese universo virtual con forma rectangular y plana.
Entre selfies, “likes” y postureo, desaparecieron sin que ninguno reparase en su pequeña presencia brillante.
Cuando las puertas se cerraron, una urraca lo atrapó con su pico afilado y se lo llevó volando.
Menos mal, se dijo. Me libré por los pelos.

La anciana de la calle 24

En la calle 24 ha habido un asesinato:
Una vieja mata a un gato con la punta del zapato.
“Pobre gato.
Y qué hija de puta, la vieja de los cojones.
Ojalá reviente”.
Es lo que dijo la gente, cuando la noticia se extendió por todo el barrio.
Las protectoras de animales la denunciaron y el juez la condenó a prisión, pero por su avanzada edad no llegó a entrar en la carcel.
Todo el barrio dejó de hablarle. Algunos la insultaban. Los padres apartaban a sus hijos de su camino. Los tenderos se negaban a venderle cosas. Los dueños de los bares y los bingos no la dejaban entrar.
Repudiada, triste y sola no le quedó más remedio que cambiarse de casa.
Se mudó a la calle 25 de otro barrio y todos se alegraron de que se fuera excepto la gente del nuevo barrio que también conocían la historia.
Al poco tiempo, la vieja se suicidaba.
Se tiró por la ventana.

Los niños inventaron una cantinela:

En la calle 25
una vieja ha dado un brinco
y saltó por la ventana
a la calle 26
5 gatos la observaban
en la calle 27
y en la calle 28
se pusieron a maullar.

El óvulo valiente

Era la única célula del cuerpo visible a simple vista. Llevaba en su interior 23 cromosomas heredados de su dueña, genéticamente, una copia fiel y exacta.
Un óvulo, la célula más grande del cuerpo humano. Y, sin ninguna duda la más importante.
Le habían dicho que lo único que tenía que hacer era esperar.
Posar, con glamour y sensualidad, y estar muy atenta. Nada más. Después vendrán, le decían, en manada, a por ti, se pegarán por ti, se matarán por entrar dentro de ti y hacerte suya. Te harán sentir especial. Tú espera, nada más, ni siquiera tienes que elegir. Es muy sencillo, te elegirá a ti el más fuerte, que a veces también es el más guapo, le insistían. No es ideal? Qué más se puede pedir?
Pero aquello no le convencía.
Esperar yo? A que me elijan? Y por qué? Eso son estupideces! Que esperen ellos. Y que elijan a su puta madre!… Yo me piro de aquí. No necesito a nadie para sentirme especial. Yo soy especial. Soy un óvulo, la célula más grande e importante! Soy el origen de la vida!, se dijo convencida… Y se fue. Sin ningún glamour ni sensualidad. Por llevar la contraria. Con paso firme y aire chulesco, tarareando “Honky tonk women” de los Rolling Stones.
En su descenso por las trompas de falopio se los encontró. Nadando atropelladamente, empujándose, pisándose los unos a los otros.
Yo primero, yo primero! Repetían sin parar.
Parecían una torpe y ruidosa panda de descerebrados…. Pasó de ellos y continuó su camino.
Algunos se dieron cuenta y la miraban incrédulos.
Donde va esta? Preguntaban unos.
Tú sigue nadando y no preguntes! Respondían otros.
Ya volverá, sólo se está haciendo la interesante, se oía por ahí.
Machorra, vete a hacer la tijera!, insultaban por allá.
Porque, volverá no? Musitaban los últimos…
Y ahora qué hacemos?, se cuestionaban derrotados, los primeros.
Pero el óvulo prosiguió su descenso, los dejó atrás a todos mientras versionaba, muy acertadamente “It’s raining men” de The weather girls.

Ella disfrutaba su bisexualidad de forma sana y libre. Aun así, a lo largo de sus últimos años había tenido que oír demasiadas cosas. La gente está llena de prejuicios. Una mujer puede hacer y disfrutar de su cuerpo sin que por ello tenga que ser una guarra. Cómo convencerlos? A veces no se puede, es una batalla perdida. Pero no importa. Que piensen y que digan lo que quieran. Que se queden con sus prejuicios y sus tópicos aprisionando sus mentes y sus vidas estrechas. Sólo se vive una vez. Y hay que disfrutar.
Y disfrutó. 2 veces en unas pocas horas. Primero con un chico que conocía de vista. Y horas después con una chica que hacía tiempo le gustaba.
La misma chica que mientras le daba placer, notó cierto sabor metálico en la boca. La misma chica que se llevó el óvulo, adherido a la humedad de la comisura de sus labios.

Durmieron extasiadas, desnudas y abrazadas una larga siesta.
Cuando despertaron, decidieron irse a cenar. No era el mejor restaurante de la cuidad, ni se pidieron el vino más caro de la carta. Pero daba igual. La cena fue para ellas la más especial del mundo. Y también lo fue el vino y el brindis.
Y tras él, las copas quedaron con la marca de los labios.

Al terminar la cena, la camarera recogió las copas, los platos y los cubiertos y los dejó en la cocina.
Cuando una compañera agarró la última copa del último servicio del día para meterla en el lavavajillas, no pudo evitar rozar el borde con sus dedos.

Su jornada laboral había acabado y se marchó a casa. Llegó cansada, muy cansada. Pero aún le dio tiempo a ver a su pequeña antes de que se durmiera.
Le deseó buenas noches, le dio un beso, y le acarició el pelo. Sólo por eso, sólo por ella, sólo por esa mirada tan tierna y esa caricia tan dulce merecían la pena las horas interminables en la cocina de ese restaurante.
La niña durmió plácidamente. Quizá porque desde uno de los rizos de su pelo, el óvulo se pasó casi toda la noche velando su sueño y cantándole nanas.

Tuvo turno de noche en el hospital y llegó a primera hora de la mañana. Antes de acostarse, lo primero que hizo fue entrar a la habitación de la niña para darle un beso mientras aún dormía. Ella también le acarició el pelo con suavidad, sabía que le encantaba.
A esa misma hora, su novia se levantaba para ir de nuevo al restaurante. Se abrazaron, se besaron y se desearon buen día… Y mientras una se tomaba un café para despejarse, a la otra le hacía efecto la infusión relajante.

Horas más tarde, se despertó… hubiera jurado oír a alguien muy cerca de ella cantando aquella canción de Wham!, “Wake me up before you go go”.
Lo primero que haría sería darse una ducha. Pero antes tenía que envolver el regalo que tenía listo para su hermana por su cumpleaños. Era fotógrafa de National Geographic y mañana mismo empezaría un largo viaje… la revista le había encargado reportajes en varios lugares del mundo.
Su regalo para ella era una cámara réflex último modelo. Y un teleobjetivo. Sólo le quedaba enroscarlo en el cuerpo de la cámara y envolverlo todo. Al hacerlo, dejaba sin querer sus huellas en la tapa protectora del teleobjetivo.

Semanas más tarde, cuando la dirección de la revista National Geographic viera las fotografías, se reuniría con ella para felicitarla por su extraordinario trabajo y ascenderla a fotógrafa jefe.

Salió del despacho sonriendo y recordando. Sonriendo por el merecido ascenso, y recordando aquel curioso viaje en el que decenas de canciones le venían a la cabeza mientras hacía su trabajo. A veces, le daba la sensación de que, inexplicablemente, alguien las cantaba muy cerca, sólo para ella.

Así pues, en Guiza (mientras esperaba la posición del sol idónea para fotografiar las pirámides), cantó “Walk like an egipcian”, de The Bangles.
En la cordillera de Alaska (a los pies de la montaña más alta mientras tiritaba de frío esperando a que nevara para lograr un efecto único con la luz y los copos), Let’s snow” de Doris Day.
En el nacimiento del Mississippi, (subida a una roca para lograr el ángulo perfecto), “Your love like a river” de Third day.
Una noche que fotografiaba la luna llena, (tuvo que esperar despierta varias horas a que fuese realmente llena), “Fly me to the moon” de Frank Sinatra.
Y en el Serengueti (fotografiando a unos cachorros de leona lo más cerca posible, desde el jeep), “Wild women do” de Natalie Cole.

Se fue de fiesta con sus amigas, para celebrarlo.
Entre muchas otras canciones, cantaron “Who run the world? (girls)” de Beyoncé, “Pretty woman” de Roy Orbison… y por supuesto, “Las chicas son guerreras”.

Los últimos días de Lucifer

“Si pones una vela para Dios, pon dos para el diablo”.
Antiguo dicho Búlgaro

“Hazle caso al demonio, y te recompensará con el infierno”.
Proverbio eslovaco

1

Hay cosas en esta vida que nadie nunca debería ver. Ni vivir. Ni sentir. Pero a veces toca… así es la vida. Así es la muerte. Caprichosa y azarosa.
A mi me tocó vivir, y a ellos morir.
Vivir después de sentir esa oleada de terror azotando mi cuerpo y mi alma. Sentir esa angustia que parecía nunca acabar y tras la cual cambiaría, de repente, todo mi ser, mi presente y mi futuro. Y a ellos les tocó justo lo contrario. Morir tras sentir exactamente lo mismo que yo, después del fugaz sonido de un disparo.
Mientras en un instante asumía que nada volvería a ser como antes y que nunca más volvería a ver a los míos, supe que el culpable de todo no era aquel chico. Y es que, cuando aquel asesino me miró a los ojos y decidió (nunca sabría por qué) perdonarme la vida, vi al diablo tras esa mirada enloquecida.
Cuando a veces los asesinos dicen que el diablo les obligó a hacerlo… debéis creedles. Al menos en la mayoría de ocasiones.
Recuperarme de las heridas del cuerpo no fue difícil. Pero las del alma no cicatrizaron. Como una aguja enhebrada en una sirga oxidada de acero, cada sutura hacía crecer mi infección y mi rabia.
Esa rabia me comió por dentro y me cambió para siempre… todo mi odio se canalizó entonces para elaborar mi venganza.
Claro que, vengarse del diablo no es nada fácil. Para empezar, tienes que ir a su encuentro, y para ello, tienes que dejar este mundo.

2

Tras unas pocas semanas estaba de nuevo trabajando en el hospital, ejerciendo mi trabajo de cirujana jefe.
Jamás descuidé mis obligaciones laborales… pero a partir del primer día… empecé a buscarla.
A la muerte, me refiero. Ese era el primer paso.
Nuestro instinto de supervivencia hace que no la veamos. Que la ignoremos. Pero está ahí. Está presente en nuestras vidas… y nos cruzamos con ella todos los días aunque nos neguemos a verla. Es así.  Ni siquiera se toma la molestia de ocultarse. Somos nosotros, nuestros ojos, nuestra evolución la que ha aprendido a ignorarla. Por nuestro bien.
Así pues, a partir de mi vuelta a la normalidad, buscaba a la muerte tras cada fallecimiento. Tenía que conseguir que me llevara con ella. Unas cuantas veces la vi, en las habitaciones, en los quirófanos, en los boxes, como una sombra negra que se mueve despacio, altiva y arrogante, con esa seguridad que da el hecho de saberte ganadora de cuantos enfrentamientos tengas. Porque los milagros no existen. Cuando la gente sobrevive milagrosamente, es porque la muerte no había acudido a la cita. Cuando ella viene a por ti… date por jodido. Bueno, date por muerto.
Así que, tuve que hacerlo. No tuve otro remedio que morir.
Cuando esa mañana entraba al quirófano, la vi sentada, tomándose su tiempo.
La miré fijamente… y estoy segura de que me vio mirarla. No le quité ojo de encima en toda la operación. Sólo cuando de repente, el paciente entró en parada cardiaca, se levantó para cortar con su guadaña el nexo invisible que unía su cuerpo y su alma. Lo hizo delante de nuestros ojos… pero nadie se dio cuenta. Sólo yo vi como el alma libre se difuminó hasta desaparecer.
Supe que los intentos por reanimar al paciente no servirían, y así fue. Cuando acabó su trabajo, y antes de que se marchara, le dije que me llevara con ella.
Me ignoró. Después le grité. La insulté.
Me miró con superioridad… con asco incluso… pero no se dignó a decirme nada, puesto que la muerte sólo interactúa contigo una vez en la vida. Y además, no suele hablar.
Mis compañeros, atónitos, trataron de calmarme…  y yo enfurecida, empecé a golpearla. Y aunque no podía dañarla porque mis puños atravesaban su figura, ella se mosqueó. No estaba acostumbrada a tal osadía… seguí golpeándola con saña hasta que de verdad vi que se había enfadado… entonces salí corriendo hasta el vestuario. Antes de que me alcanzara, me dio tiempo a abrir mi taquilla y tragarme las cuchillas de bisturí… Dolió muchísimo sentir como me desgarraban por dentro.
Al poco rato, la misma guadaña que había matado a aquel pobre infeliz, me separaba a mi del mundo de los vivos, mientras mis compañeros, que seguían atónitos, eran incapaces de contener mi hemorragia interna.

3

Morirse… es muy bonito después de todo. Una vez que dejas de sentir el dolor de tu cuerpo y asumes también las despedidas de la gente a la que quieres. Eso es lo peor de todo. Pero el cerebro se encarga de hacer el paso muy placentero. Es cierto todo lo que dicen. Ves tu vida pasar… como una película hecha con gran maestría… en una pantalla de 360 grados. Aunque tú vida haya sido una mierda, te aseguro que querrías ver la película una y otra vez. Al final, tienes una especie de orgasmo mental… y ahí acaba todo.
O empieza. Según se mire.
Es cierto que cuesta mucho hacerse a la idea de que ya no tienes cuerpo, pues en principio sigues viéndote tal cual, como si no hubiese pasado nada.
Mi suerte fue tener una meta que cumplir. No dejé sitio para las dudas ni para el estancamiento. Hay gente que se queda flotando, entre los dos mundos. Quizá por desconcierto. Por desconfianza. O por comodidad. Como en el mundo de los vivos… en el mundo de los muertos hay de todo.
Hay quien está encantado con su nueva situación. Los hay que se quedan sufriendo y vagando por mucho tiempo. También están los que no se enteran. Otros se pasan de listos y los pillan en fotos y psicofonías. Y están los que disfrutan y que incluso posan para la ocasión.
Por norma general, es cada uno quien establece los tiempos. Cuando estás preparado, es cuando tienes que definirte. Y aunque no lo estés, llega un momento en que tienes que hacerlo. Decidir si te arrepientes o no. Decidir de parte de quien estás. De los buenos o de los malos.
Es cierto que el cielo está lleno de gente mala. De hecho, ya no caben más.
Cuando la gente mala, incluso los asesinos y violadores de la peor calaña ven lo que les espera en el infierno, cuando ven al Diablo y conocen la clase de tipo que es, incluso los satánicos corren a los brazos de Dios completamente arrepentidos.
Y Dios prometió acoger en su reino a los que de corazón se arrepintieran de sus pecados. Creedme, el miedo hace que la gente cambie de ideas. Y esa es una excusa tan válida como cualquier otra. El ser humano es absolutamente imperfecto y al final, las almas también lo son. Llegados a este punto, las dudas y el miedo provocan en las almas lo mismo que en los cuerpos. Confundirte, hacer que busques la comodidad y huyas de aquello que puede hacerte daño. Y, en el infierno, al lado del Diablo no puede pasarte nada bueno.
Por eso cuando, cegada por mi sed de venganza, elegí con esa convicción el camino de las sombras, del fuego y del sufrimiento eterno, el Diablo me acogió con los brazos y las alas abiertas. Porque no estaba acostumbrado a ver tanta certeza y tanta entrega en un alma mortal como la mía. Me vio como su seguidora más fiel, su discípula. Su trofeo, su triunfo. Una vez más, su ego desmedido lo cegó e hizo que bajara la guardia sin que supiese ver mis verdaderos deseos.

También es cierto que yo, al aceptar ese camino, ese destino, sabía perfectamente a lo que me exponía.

4

Lo que más me gustó del infierno, es que tiene el color del Otoño. Si no fuera por todo lo demás, sería un lugar muy poético.
Cuando vi al Diablo por primera vez, dudé de mis planes. El Diablo es un ser muy poderoso. Casi tanto como Dios. Y es que la maldad da muchos recursos. Muchas ideas. Cuesta mucho más trabajo construir y reparar que destruir y provocar el caos. Por eso, a simple vista, el Diablo parece que está ganando todas las batallas. Por la sencilla razón de que la entropía de las cosas y del universo juega siempre a su favor.
Además, ser muy bueno tiene muchos inconvenientes. Tienes que estar muy pendiente de muchas cosas y de mucha gente. Es más fácil focalizar la maldad para dañar a unas pocas personas (o muchas, depende) que proteger a todos y cada uno. La atención de Dios está muy dispersa y el Diablo se aprovecha de eso.
También es cierto que preparar una gran catástrofe cuesta mucho trabajo y mucho tiempo. Por eso, una gran erupción, un gran meteorito, un tsunami gigantesco o un mega terremoto que destruya a la humanidad, sólo ocurren cada varios cientos de miles de años.
Al final, ni Dios ni el Diablo son todopoderosos. Digamos que son como dos grandes maestros de ajedrez en un campeonato mundial. Exige mucho esfuerzo y mucha concentración derrotar al otro. Sólo que, el Diablo cuenta con ventaja al jugar -paradójicamente- con blancas. Y al saber que su contrario tiene siempre demasiadas cosas en la cabeza.
Todo esto me contó el Diablo. Y mucho más. Llevaba mucho tiempo solo, y realmente necesitaba a alguien para confiarle cosas.
Yo escuchaba atentamente, hice una gran actuación, mientras pensaba y planeaba mi venganza. Así me gané su plena confianza. Mostrando mi admiración por él y por su obra, despotricando (yo también) contra Dios y fingiendo que quería ser como él y estar siempre con él… Yo mientras, observaba, pensaba, aprendía y ganaba tiempo, siempre con una idea fija en mi cabeza.

Ese fue un proceso que duró un tiempo. Pero día a día conseguía avanzar. El Diablo estaba satisfecho conmigo. Incluso se encariñó. Me enseñó rincones del infierno que estaban restringidos, me contó secretos que nadie conocía, de la humanidad, de la historia, de la física cuántica, de las matemáticas, del universo. Me mostró dimensiones paralelas, escondidas… Me dijo en qué se había equivocado Einstein y en qué había acertado.
Me contó también muchas cosas de Dios.
Parecía que era lo que más le gustaba porque invertía mucho tiempo en ello. Yo creo que en el fondo, envidiaba a Dios. Su capacidad de crear, de amar y de perdonar. Eso el nunca lo podría hacer. Y después de todo sabía que al final el amor vence al odio. Porque hay más gente buena que mala. Y porque después de todo, ocurren más cosas maravillosas que terribles. Se sabía destinado a perder su batalla, a pesar de que parecía que la estaba ganando. Por eso necesitaba convencerme de su superioridad y recalcaba constantemente las vulnerabilidades de Dios.
Tuve que meterme cada vez más en mi papel. Ridiculicé y me reí de las oraciones y los rezos. Me dijo, para que lo entendiera, que las oraciones de los creyentes son como los “likes” de Dios. Cuando un creyente reza, él se siente mejor. Según el Diablo, Dios necesita oraciones para seguir adelante, para seguir creando y ayudando. Por eso el Diablo está por encima. Porque, según él, no necesita nada de nadie. Aunque estaba claro que eso no era cierto, él estaba encantado con su nueva discípula, que le reía las gracias y le seguía como un perrito fiel allá donde fuera. Le venía bien para su ego.

Me reí y me burlé también el paraíso, con todas mis ganas… y me dijo que realmente existía, que Dios lo había creado para ofrecérselo a la gente que lo mereciese… pero que no recuerda donde lo puso. Ni en qué dimensión, ni en qué universo, ni en qué realidad. Y mientras lo encuentra, tiene a todas las almas en “stand-by”. Soltó una carcajada terrible (solía hacerlo mucho) tras decirlo. Quien sabe si es cierto, o si mentía descaradamente. Con el Diablo… nunca se sabe.
Me llevó también su refugio, el lugar donde descansaba, el sitio desde donde planeaba sus maldades. Es un lugar curioso. Es un un templo de fuego, con un altar y con un trono de oro incandescente, diamantes y marfil.
La primera vez que entramos me tumbó en el altar y me folló. Tuve que dejarme, no me quedó más remedio que llevar mi actuación hasta el final fingiendo que me moría de ganas. Tampoco es que hubiera podido hacer mucho para evitarlo, la verdad.
Imaginaba que no sería bonito, ni sensual ni delicado… Decir que fue pornográfico, sucio y violento es quedarse muy corto. Realmente, no sabía si me estaba follando o si me estaba matando (se me olvidó por un momento que ya estaba muerta). Lo hizo con furia, con rabia contenida. Tuve la horrible sensación de ser penetrada salvajemente por todas mis cavidades al mismo tiempo… Cuando terminó me ardían las entrañas… sentí cómo su semen me disolvía por dentro. Realmente pensé que ahí se terminaba todo para mi. Pero fingí que me había encantado. Me abracé a él y le dije que le amaba. Se lo creyó. Y también en todas y cada una de las ocasiones en las que se lo dije después de follarme. Y fueron muchas. Perdí la cuenta.

5

Hubo un día en que se despertó pletórico, henchido. La guerra de Siria que él había provocado estaba recrudeciéndose y eso le puso de muy buen humor. Fuimos a su templo, y allí me agarró del cuello y con gran violencia me lanzó contra el altar. Estuvo varias horas follándome. De todas las maneras, por todos los sitios. Incluso abrió agujeros nuevos en mi alma para seguir penetrándome. Fue horrible. Una tortura que no pensé que terminaría nunca.
Cuando terminó, tuve que decirle sonriendo, una vez más, que le amaba…
Con el ego más inflado que nunca, me llevó a su lugar más secreto y más sagrado. Algo así como su habitación, su despacho, su rincón de pensar. Porque el altar y el trono que yo conocía, eran algo público… algo que mostrar a los demás y de lo que presumía. Esto era algo totalmente diferente. Era su museo de los horrores. Estaba repleto de objetos.
La cuerda con la que Adán estranguló a Eva. La manzana del pecado original, la del árbol prohibido. Los clavos de la crucifixión de Jesús. Un trozo del meteorito que envió para acabar con los dinosaurios (me dijo que no le gustaban esos bichos). El Santo Grial. Un resto del arca de Noe y la paloma que soltó para comprobar si había descendido el nivel del agua. La pistola con la que Hitler se suicidó. Un trozo de Chernobilita (el residuo radiactivo más peligroso que se conoce). El OVNI y los alienigenas de Roswell. Un cuerno de mamut e infinidad de animales disecados, muchos de ellos ya extinguidos. La Gioconda original (la que hay en el museo del Louvre sólo es una copia) y muchísimas otras cosas. Yo observaba todo muy atenta fingiendo que disfrutaba como una niña. Aunque hubo una cosa que me llamó mucho la atención. Había unas semillas encerradas en un pequeño frasco. Un cartel raído decían que eran de laelia.
Sabía que la laelia era una especie de Orquídea extinguida hace tiempo. Y lo sabía porque cuando vivía hice un curso de naturopatía, para complementar mi formación como médica. Lo que me pareció curioso es que una cosa tan simple estuviese allí, al lado de otros objetos con un gran contenido histórico.
Supuse que eran muy importantes y en un descuido del Diablo (que seguía hablando orgulloso de su colección) las cogí. Me arriesgué a ser descubierta pero mis deseos de venganza me dieron el valor suficiente para robarle al Diablo unas semillas de laelia que no estaba segura de para qué servirían.

6

Esa misma noche, antes de que el Diablo se me follase por enésima vez, repartí la mitad de las semillas del frasco, metiéndolas dentro de lo que un día fueron mi vagina y mi recto. La otra mitad de las semillas me las guardé. Por si acaso aquello no funcionaba y tenía que hacer otra cosa.

7

Mientras me follaba mirándome con sus ojos encendidos recé. Varias veces. Le di unos cuantos “likes” a Dios para que las semillas tuviesen algún efecto sobre él. Y también para que no notase nada mientras me penetraba con furia.

8

Después de correrse, no le dije que le amaba como hacía siempre. No me dio tiempo. El Diablo cayó sumido en un profundo sueño.
Funcionó.
Esas semillas eran su kriptonita. Y nunca supe por qué las guardaba en lugar de destruirlas.
Tenía que darme mucha prisa. No sabía cuánto tiempo duraría el efecto. Pero dado que había funcionado, el resto de las semillas que había guardado se las metí en la boca. Para prolongar sus efectos.

9

Me provoqué el vómito, yo misma, metiéndome los dedos en mi garganta y salieron las cuchillas de bisturí que utilicé para suicidarme. Estaban intactas.
Entré en su despacho y cogí de su colección los animales necesarios para hacer la cirugía.
Me llevó varias horas, desde que hacía el primer corte hasta que suturaba el último punto. Hice un muy buen trabajo. Por algo era cirujana jefe del hospital más importante del país.
Cuando terminé de suturar, salí corriendo. Y no dejé de correr en mucho tiempo. De hecho, no sabría decir el tiempo que llevo corriendo. O volando. Puede que lo esté haciendo en círculos y aún no me haya enterado.

10

Dicen que la venganza se sirve en plato frío. Esta se hizo sobre su altar. Y estaba muy muy caliente.
Lo primero que hice fue cortarle los cuernos (retorcidos y negros) y ponerle unos cuernos de caracol.
Le corté la cola (larga y escamada) y le puse una de cervatillo. Concretamente, la de Bambi.
Le cambié sus ojos incandescentes (los odiaba) por dos mariposas azules para que cuando parpadease, sus alas se movieran y aletearan.
Le quité los colmillos y le puse unos dientes de caballo (muy grandes, desproporcionados).
Por último, le quité las alas (enormes, negras) y le puse las de la paloma de Noé.

11

No sé qué habrá sido del Diablo. No he vuelto a verlo nunca más. Y tengo miedo de que me encuentre. Aunque hay otra cosa que me da más miedo. Miedo no, terror, pavor absoluto. Porque mientras huyo (caminando, corriendo o volando, aún no lo sé) he descubierto que estoy embarazada.
Daré a luz al hijo del Diablo. Un Diablo renovado, diferente. Seguro que más poderoso.
Sé que me matará cuando le alumbre. Si es que antes no escapa de mi interior partiéndome por la mitad.
Mientras mi barriga se hincha y se calienta por momentos, rezo, con todas mis ganas, y busco a Dios desesperada.
No sé si eso es posible le porque ya me definí, hace tiempo, apartándome de él y tomando el camino del mal y de las sombras. Y aún así, aunque lo encontrase, aunque me encontrara, tampoco sé si me aceptaría en su reino, con el hijo del Diablo en mis entrañas.

 

El ratón de Susanita

Susanita tenía un ratón, un ratón chiquitín. Comía chocolate y turrón y bolitas de anís. Cuando hacía frío, dormía cerca del único radiador que Susanita tenía.
En esa casa siempre hacía mucho frío.
Susanita nunca iba al cine, ni al fútbol, ni al teatro, porque el poco dinero que recibía de los servicios sociales no daba para más. Además, su alcoholismo hizo que la única prioridad fuese la de tener poco más que las botellas de anís y las bolitas, a las que también era adicta.

Susanita fue campeona de ajedrez de su ciudad. Y el pequeño ratón, hace ya tiempo que se comió las piezas, el tablero y el trofeo que le dieron, su único recuerdo de unos pocos años felices.
Susanita murió de un coma etílico, una noche fría de invierno. Incapaz de entrar en calor, no dejó de beber anís, hasta que murió.
Cuando el ratón se quedó sin comida, empezó a comerse las cortinas, los muebles, los cables eléctricos, la ropa de cama y la almohada (que estaba siempre a los pies de Susanita) pero a ella no la tocó.
Cuando los servicios sociales la encontraron, no pudieron creer que a su lado hubiese un ratón -un ratón chiquitín-, llorando desconsoladamente, velando su cadáver.

2

Los servicios sociales se implicaron especialmente con el caso y consiguieron una casa de acogida para el ratón. Pero a los pocos días, cuando volvieron a por él ya se había marchado.
Se fue a la ribera de un río de la ciudad. Las noches eran muy frías y añoraba el pequeño radiador junto al que dormía. Además, llevaba ya muchos años comiendo chocolate, turrón y bolitas de anís y se le hizo muy duro tener que alimentarse de los desperdicios que encontraba por la calle o por la ribera del río. Por no hablar de los gatos que querían comérselo. En más de una ocasión estuvo a punto de ser merendado por uno de ellos. Suerte de su astucia y su instinto de supervivencia…
Aquel no era sitio para un ratón doméstico. Había que hacer algo.
Guiado por su infalible olfato, se coló por el conducto de ventilación de un conocido restaurante.
Pasó un tiempo escondido… observando. Desde el falso techo, desde el fondo de los armarios, o el tubo de la campana extractora… cualquier sitio era perfecto para observar y aprender recetas y técnicas. Cuando nadie miraba, salía de su escondite, probaba las comidas y volvía a esconderse, pensando otros ingredientes y nuevas combinaciones y técnicas.
Al cabo de unos años ya estaba familiarizado con la cocina profesional y, siempre sin ser visto, ayudaba en la elaboración de los platos. Incluso mejoraba las recetas.
Finalmente, se decidió a abrir su propio restaurante. Lo llamó Ratatouille.

3

Después de aprender todos los secretos de la cocina y dominar todas las técnicas, en pleno éxito de su restaurante (que ya contaba con seis estrellas Michelín), decidió dar un vuelco a su vida y regalar toda la fortuna que había ganado con tantos años de duro trabajo.
Siempre echando de menos a su amiga Susanita, decidió volver a las casas de la gente y al calor del hogar.
Ahora va de casa en casa, siempre por las noches, dejando monedas bajo las almohadas de los niños.
De vez en cuando, algún niño lo ve, pues los hay que tienen el sueño muy ligero. Cuando a la mañana siguiente lo cuenta a sus padres o a sus amigos y le preguntan cómo era el ratón, todos responden siempre lo mismo:
-Era un ratón chiquitín-.

Abrazo en un terremoto

-Abrázame por favor… abrázame muy fuerte, como si hubiese un terremoto.

Y con los brazos extendidos hacia Mario, María lo miraba con amor absoluto, ese amor que no sabes que existe hasta que no lo sientes clavado en tu ser y en tu alma, bien profundo, cuando casi sientes que duele el corazón.
Mario la abrazó muy fuerte, sintiendo exactamente lo mismo que ella.

-Quiero morir así, abrazado a ti, tu piel y mi piel, que no se sepa dónde acabas tú y dónde empiezo yo.
-Quiero fundirme contigo… que desaparezca el espacio y el aire entre los dos. Quiero ser tú y que tú seas yo.

Cuando sientes ese amor tan intensamente, no queda sitio para nada más. Los sentidos colapsan ante las sensaciones que vienen de dentro… es por eso por lo que no notaron el temblor. Ni los objetos y los muebles de la casa caer a su alrededor. Ni tan siquiera, cuando las paredes se desmoronaron y el edificio entero se derrumbó sobre ellos. Siguieron abrazándose y así los encontraron al desescombrar.
En el parte de fallecimiento, el médico forense escribiría que los cuerpos aplastados estaban fundidos, fusionados, imposibles de separar.

Hay un lugar imaginario; la frontera donde sueño, realidad y conciencia convergen en una línea muy delgada. Es allí donde los enamorados pasean, hacen el amor o simplemente hablan o se abrazan. En ese lugar María y Mario siguen ajenos a lo ocurrido, fundidos en un abrazo infinito con el corazón latiendo fuerte y los ojos brillantes, sintiendo ese amor tan intenso y profundo que casi duele en el alma.

Para Bea.
Por todo lo que me hace sentir.

Cruzar la tormenta

1

Llegaron al gran vestíbulo, por la gran escalera.
Atrás dejaron a todos los terroristas muertos, al jefe de la organización suicidado antes de ser atrapado y los siete diamantes negros en su poder. Las cosas no habían podido salir mejor. Al menos en el cumplimiento estricto de la misión. Porque por otra parte, el ruido de las explosiones resultaba atronador y provocaba una peligrosa lluvia de escombros, astillas y cristales que, como metralla, salían disparadas en todas direcciones. Las grietas apareciendo de la nada y los trozos de edificio cayendo eran muy descorazonadores: Aquello no pintaba nada bien.

Mientras se recomponían y decidían qué hacer, la gran escalera se hundió tras ellos. Una enorme polvareda los envolvió…
Había que decidirse rápido. Trozos del techo empezaron a caer también.
Los agujeros del suelo estaban repartidos, algunos de ellos seguían saliendo de la nada, otros seguían haciéndose más grandes. El edificio se estaba viniendo abajo. Literalmente.
Se miraron a los ojos. Sudor y suciedad, polvo y pólvora, sangre y lágrimas, todo mezclado, eran el resultado de una increíble aventura… Pero de fondo, un profundo y sincero amor les había mantenido vivos, pues, al margen de la misión, la prioridad de cada uno era la de cuidar del otro.
Ahora estaban separados de la salida tan sólo unas decenas de metros, que, bajo aquella tormenta de escombros se mostraba casi imposible de alcanzar.
No les hizo falta hablar para saber que saldrían de allí juntos… o morirían también juntos.

-¿Lo conseguiremos?
-¡Pues claro que lo conseguiremos!

Beso.
Mirada… mirada…
Latidolatidolatidolatido.
Y, agarrados de la mano, salieron corriendo en dirección a la salida, bajo la tormenta de escombros.

2

Como atletas compitiendo en los 100 metros lisos y agarrados de la mano, salieron por la puerta y siguieron corriendo completamente acompasados, como si fueran un solo cuerpo. En plena carrera frenética, el edificio colapsó y cayó con el estruendo que hacen mil truenos rompiendo mil troncos, a la vez.
Cascotes, cristales y una inmensa polvareda salieron en todas direcciones, aunque no les alcanzó nada.
Sólo cuando estuvieron a una distancia prudencial, pararon y miraron el hueco donde antes había estado el edificio de 60 alturas.

-¡Lo conseguimos!
-¡Ya te lo dije!

Se abrazaron.
Se besaron.
Y a salvo en el campamento, antes de ser rescatados por la organización, follaron con absoluta pasión, como si fuera la última vez. Más tarde, ya en el hotel y tras ser felicitados por los compañeros y superiores, hicieron el amor con deliciosa ternura.

3

-¿Hemos sido los primeros?
-¡Si, creo que sí!

Absorta, la pareja de jugadores miraba la pantalla de TV.
En el ranking aparecían sus nombres en primera posición.

-Mira, los siguientes aún no han bajado al vestíbulo…
-¡Bien!

Chocaron las manos, sonriendo, satisfechos.
En los foros de jugadores se decía que eran los mejores. Una vez más, lo habían demostrado. Todos los “gamers” les envidiaban. Se decía de ellos que su compenetración y conexión a la hora de jugar por parejas era plena y total. Que trascendía lo puramente físico e incluso lo emocional. Era mágico, espiritual. No había juego que se les resistiese. Una vez más, sus nombres quedarían plasmados para siempre, en el número 1 del “Hall of fame”. Hoy, en el videojuego de moda en aquel momento, “Cruzar la tormenta”, mañana, seguro que en cualquier otro.

4

Ya era tarde. Muy tarde. Y tanto tiempo delante de la pantalla les había dejado los ojos rojos e hinchados. Aunque sin duda alguna, había merecido la pena.
Apagaron la consola, la TV, el equipo de sonido y se fueron a la cama.
Se desearon buenas noches, y se durmieron, cada uno en su lado de la cama, sin tocarse, mirando en dirección contraria.

El agujero perfecto

Acaba de salir un agujero en la pared. Es del tamaño de una nuez pequeña y está perfectamente delimitado, como si alguien lo hubiera hecho con una máquina o herramienta especial. Juro que hace 5 minutos no estaba. Y mi marido tampoco está en casa, así que no sé como se ha podido hacer. Qué raro…
Con cierto reparo, meto el dedo. Nada, no se palpa nada, quizá se intuye algo de fresco al otro lado. Acerco el ojo y no se ve absolutamente nada. Meto la nariz y tampoco huele a nada especial… tal vez un poco a cerrado. Con la linterna del móvil lo alumbro… nada… todo negro. Esto es muy muy raro…
Le saco una foto para mandársela a mi marido por Whatsapp.
Dado que nuestra casa es la última de la urbanización y esa pared da a la calle, decido bajar a ver si veo algo. Pero no, nada, la pared está perfecta y todos los ladrillos de caravista se muestran intactos, sin tan siquiera una mínima grieta.

Cuando subo y vuelvo a comprobar el agujero, hay un ojo mirando a través de él… ¡Qué susto! Es un ojo grande y bien abierto, siguiéndome adónde quiera que me mueva. De color azul intenso y con las pestañas largas… la verdad es que es un ojo bien bonito. Pero… ¡qué coño!, esto es una violación flagrante de la intimidad… así que decido llamar a la policía.
Tras explicarlo brevemente, me dicen que ahora mismo están muy ocupados y no puede venir ningún agente a hacerse cargo. Me dice también que han tenido varios avisos como el mío a lo largo del día y lo que él recomienda es taparlo con algo. Me parece perfecto, ¡como no se me había ocurrido antes!
Cuando viene mi marido, y tras su lógica sorpresa inicial, nos ponemos a buscar algo para poner encima. Voy al desván y vuelvo con una foto bien bonita, una que nos hicimos en las últimas vacaciones, con un marquito de color hueso muy fino y muy mono, pero mi marido ya lo ha tapado con un viejo póster – calendario del año 1987. Además de no tener ni idea de donde lo ha sacado, no me gusta nada, se ve muy antiguo, tiene una chica desnuda apoyada en una pila de neumáticos. Típico, tópico y de cierto mal gusto para tener en mitad del salón. Pero él está encantado… sobre todo porque la chica ahora es la que nos sigue con la mirada, allí donde vayamos. Unas veces guiña un ojo y otras veces pone cara libidinosa… No me gusta, no me siento nada cómoda, pero mi marido no quiere oír hablar de quitarlo de ahí.

Acaba de salir un agujero en el techo. Es bastante grande, del tamaño de una bola de jugar a los bolos. Perfecto y delimitado como el de la pared, juro que hace 10 minutos no estaba allí.
Le hago una foto con el móvil y se la mando por Whatsapp a mi amiga Julia, que para mí es como una hermana, confío mucho en ella y en su criterio. Me dice que conoce a alguien que le pasó lo mismo y me sugiere que coloque un barreño debajo, por si llueve no se me vaya a mojar el parquet.
Decido hacerle caso y pongo un cubo grande justo debajo mientras siento la mirada de la chica del póster en mi nuca. Cuando la observo, disimula y hace como que no me miraba. La hija de puta.

Hace ya tiempo que tenemos el agujero en mitad del techo, el cubo en mitad del salón y el póster en mitad de la pared. Al final nos hemos acostumbrado. Lo bueno es que cuando hace buen día entra el solecito e ilumina la estancia con una luz cálida y difusa; recuerdo que una vez después de lloviznar entró un trocito de arco iris y fue todo un espectáculo.
Lo malo es que por las noches entra el frío y una oscuridad que no hay forma de iluminar. Ni poniendo todas las estufas. Ni encendiendo todas las luces.
Pero ahora que no es ni de noche ni de día, no entra ni sale nada por el agujero.
A lo que no me acostumbro es a la chica del póster. Ya ha cogido confianza y no se corta un pelo; es muy frecuente verla contoneándose, tocándose las tetas sin ningún pudor, mientras mi marido babea como un idiota. A mí me mira de reojo y cuando me fijo sobre-actúa como una bailarina haciendo la danza de los 7 velos.

Acaba de salir un agujero en el espejo. Lo tenemos en una pared lateral del salón. Es grande, con filigranas doradas en las esquinas. Precioso. Pues en la mitad del espejo hay ahora un agujero enorme, del tamaño de un balón de baloncesto. Quizá más grande, incluso. Esto sí que es un fastidio… estaba encantada con mi gran espejo. Era ideal para mirarse una de cuerpo entero y hacer posturitas. Mi marido está demasiado ocupado, ensimismado frente a la chica del póster, así que le hago una foto y se la mando por Whatsapp a mi hermana Sandra, que sabe lo que hay que hacer en todo momento y en toda circunstancia. Me dice que no me ponga delante de él y que no se me ocurra romperlo, por lo de los 7 años de mala suerte. Me recomienda también taparlo con una sábana blanca, como hace unas pocas generaciones, cuando se tapaban los espejos si alguien en una casa fallecía. Antes de ir corriendo a por una sábana, puedo ver cómo a través del agujero se van colando los objetos. Primero las cosas pequeñas, como figuritas de porcelana o el paquete de tabaco de mi marido, después cosas más grandes como sillas y el televisor. Después van la mesa y el mueble. Luego el gran ventanal y el solárium.

Acaba de salir un agujero en el colchón. Es perfectamente redondo y muy grande y ocupa como tres cuartas partes de la cama. O más. Mi marido ya no está, así que se debe de haber caído por él. Iría a hacerle una foto para mandarla por Whatsapp al grupo de amigas del gimnasio que tienen siempre una solución para todo, pero el móvil fue una de las primeras cosas que se coló por el agujero del espejo. Asomo la cabeza y no se ve absolutamente nada. Tras dudar unos instantes, voy corriendo al salón y arranco el póster de la pared. Debajo sigue estando el ojo, mirando, ahora parece que le molesta la luz. Me llevo el póster al dormitorio y veo como la chica me mira horrorizada. Lo tiro por el agujero con toda mi mala leche… por fín… qué ganas tenía de hacerlo. ¡Muérete, pedazo de zorra!, me da tiempo a gritarle.
Despues, pongo sábanas nuevas para taparlo todo. Tendré que tener mucho cuidado en las próximas noches, no sea que me caiga yo también.
Vuelvo al salón para tapar el agujero de la pared porque el ojo me sigue dando muy mal rollo y lo único que tengo a mano es una réplica de “Saturno devorando a su hijo” de Goya. Sé que no es buena idea pero lo pongo igualmente. Tras ponerlo, la imagen termina de comerse al niño, y me dice que yo soy la siguiente. Ya lo que me faltaba. ¡No me jodas que no estoy para bromas!, le grito, y enfurruñada le ignoro sin hacerle el menor caso.

En el salón ya no queda nada, todo se ha ido por el agujero del espejo. Sólo queda lo que ocasionalmente entra por el agujero del techo, las flores de almendro en primavera, el sol aplastante del verano, las hojas marchitas del otoño y los copos fríos del invierno. Pero ahora que no es ni primavera ni verano ni otoño ni invierno ya no entra ni queda absolutamente nada.

Acaba de salir un agujero en mi diario. Parece una gran mancha de tinta, perfecta y redonda. Ocupa prácticamente la totalidad de la página y casi no me deja sitio para escribir. Esto sí que es una verdadera faena, porque es muy importante para mí escribir todos los días: el lunes, el martes, el miércoles, el jueves, el viernes, el sábado y el domingo y contar las cosas que me han pasado en el día. Lo peor de todo es que están empezando a caer en él todo lo que he escrito. Primero han sido los acentos, eso tampoco es muy importante porque hay mucha gente que no los pone nunca y no pasa nada. Después empezaron a caer los signos de puntuación, tampoco es que me importe demasiado, si te fijas en el contexto de la frase no es tan difícil intuir el sentido, pero es que ahora están empezando a caer las letras, las palabras, las frases, todo… hasta mi pluma se ha colado, una Montblanc chulísima que mi marido me regaló en el quinto aniversario… El diario se ha quedado en blanco… todas las páginas. Y hoy que no es ni lunes ni martes ni miércoles ni jueves ni viernes ni sábado ni domingo… ya no puedo escribir nada más. Me quedo absorta mirando mi diario en blanco y el agujero negro que cada vez se hace más grande.

Al poco rato viene una enfermera que me trae unas pastillas en un botecito, me pide mi diario y lo deja sobre la mesilla. Me desea buenas noches y continúa su ronda por los pasillos del psiquiátrico. Antes de caer dormida, le digo que tenga cuidado, no sea que se caiga por el gran agujero que acaba de salir en el suelo. Un agujero redondo y perfecto, del tamaño de un balón de playa.

Tus sueños

Rara era la noche que no dormía tranquila y feliz. En esas horas de descanso reparador morían todas mis preocupaciones y mi cansancio y despertaba nueva, dispuesta a pelear contra un nuevo día lleno de retos y cosas que hacer.
Mis sueños eran pues, un infalible bálsamo para el alma. Y es que, podía controlarlos a voluntad. Podía crearlos y destruirlos… sabía cómo hacerlo. Añadir personajes y quitarlos. Cambiar escenarios, lugares… Sabía cómo volar en ellos, cómo transformarme en dragón o en águila, podía viajar hasta la estrella más lejana o hacerme pequeña como la cabeza de un alfiler. Podía dormir con Brad Pitt, matar yo solita a cien terroristas armados hasta los dientes o acabar con el mismísimo demonio, escapar de Alcatraz con los ojos vendados o humillar a Hulk con una mano atada a la espalda… Entre muchísimas otras cosas.

Mis sueños eran enteramente míos y podía hacer cualquier cosa que se me antojara… Cualquiera. Hasta la noche en que empezaste a aparecer en ellos. En ese momento comenzó un proceso en el que he terminado siendo una simple espectadora de mis sueños sin poder hacer en ellos poco más que ver, oír, callar… y sufrir.
Recuerdo la primera vez. Estaba visitando las ruinas de la antigua central nuclear de Chernobyl y la ciudad de Pripyat cuando me pareció ver una sombra. Como por casualidad, se deslizó por mi sueño unos pocos segundos. Ni siquiera me llamó la atención.
Después desapareció.
Algo más tarde, tras vacilar y trollear a unos narcotraficantes colombianos, una sombra (la misma sombra) me estuvo siguiendo durante un rato. Miré por todas partes pero no vi a nadie.
A partir de ese momento ya nada sería nunca como antes.
Porque a las pocas noches la sombra ya estaba en casi todas las escenas. Derramada por el suelo o plasmada en la pared. Estática. Oscura… Como tú.
Era la superficie sobre la que transcurría todo lo demás.
Porque a veces parecía un árbol, otras veces la cambiabas hasta convertirla en perro, o bicicleta, o en tumulto de gente, o en monumento. Pero siempre la dichosa sombra, allá donde mirase. Como si todos mis momentos estuvieran contenidos en un inmóvil trozo de oscuridad. Tuve que acostumbrarme a soñar sobre ella. Aunque al final es cierto que tampoco me resultó tan incómodo. Asumí que todas las cosas proyectan siempre una sombra que nada malo puede hacerte.
Luego empezaste a mostrarte. Primero de lejos, sin participar, seguro que sin pensar. Como si formaras parte del paisaje. Un caminante, un figurante, un observador casual que miraba siempre a otro lado, mientras se iba rápido de la escena, como si la cosa nunca fuera con él. Así durante varios días. Pero como siempre, yo estaba demasiado liada, descubriendo la cura contra el cáncer, o construyendo hospitales, colegios y comedores en Somalia y Sudán.
Pensé que no hacías nada malo. Qué puede hacer un paseante? De aspecto inofensivo y algo bobalicón, además. Te dejé hacer. Qué tonta fui.
Después te acercaste. Y, aunque no participaras en el sueño ni me afectara nada de lo que hicieras, empezaste a mirarme. De arriba a abajo. Mirabas todo lo que hacía… Y ponías caras. De burla o de reproche, la mayoría de las veces. Lo que ocurre es que por aquel entonces, estaba muy ocupada liberando rehenes en Irak, o charlando con alienígenas en Plutón…
Quizá si entonces hubiera sabido lo que después pasaría, hubiese sido capaz de eliminarte. Mi error fue dejarlo pasar, pensando que todo volvería a la normalidad con el tiempo. Y lo que ocurrió es que te hiciste grande. Muy grande. Acabaste por ocuparlo todo. Fui una inconsciente. Siempre estaba demasiado ocupada para calibrar las consecuencias y remediar la situación. Acabé descuidando el devenir de las cosas. Siempre de aquí para allá, siempre disfrutando con mis sueños perfectos y redondos. Ganando. Venciendo. Sueños de placer, algunos, sueños de justicia, otros.
Me sentía Morfeo. Era la mismísima Diosa de los sueños. Todos girando alrededor de mi. Exclusivamente para satisfacerme en todos los sentidos. ¿Quién iba a pensar que todo eso pudiera terminar de la manera que lo hizo?
¿Cómo pude pasar de ser el centro de todo, a convertirme en tu marioneta, tu monigote?
Recuerdo que ya en esos días, despertaba cansada, me costaba más tiempo tener conciencia de la realidad. Y al echarme a dormir, de igual manera, tardaba más tiempo en tomar consciencia del sueño y empezar a manejarlo.
Aunque es cierto que por aquel entonces mis sueños seguían siendo aún enteramente míos. Esas noches yo solía estar en la biblioteca de Alejandría. Los “Heaven & Hell Sextet” actuaban sólo para mi. En tan particular escenario, Paco de Lucía, Jimmy Hendrix, Chopin, Vivaldi, Michael Jackson y Freddy Mercury, desplegaban todo su talento, y yo, extasiada, no le di importancia a que te sentaras a mi lado y me miraras a mí, fijamente y con un gesto burlón, en lugar de disfrutar de tan magno espectáculo. A partir de ahí, Empezaste a recrearte, a lucirte en mis escenas. En poco tiempo serías una molesta interferencia que no me dejaría disfrutar de mi sueño. Por ejemplo, cuando después de nadar junto a Tarzán en el Amazonas, destrozaste mi ropa haciéndola jirones. Estoy segura que fuiste tú. O la noche en la que gané al ajedrez a Bobby Fischer y a Bruce Lee a un combate a muerte en Bangkok, tú eras el juez que, con cierta reticencia me daba la victoria. Recuerdo que además al felicitarme en las dos ocasiones me miraste y sonreíste de una manera muy extraña. Te costó mucho soltar mi mano, apretaste demasiado… me hiciste daño y yo no pude zafarme del apretón hasta que no me soltaste. Y después no te ibas… Te quedaste por allí, pavoneándote y mancillando mi sueño. No me dejaste disfrutar de mis merecidas victorias. Nunca me había pasado algo parecido.
La noche en la que todo cambió, me costó mucho dormir. La realidad se desdibujó muy poco a poco, y en un momento muy concreto, cuando ya pensaba que iba a pasarme la noche despierta, todo se deslizó por una grieta… y yo también caí por ella, muy bruscamente, a mi mundo de sueños…
Una vez allí me sentía muy torpe, desganada y sin fuerza. Fui incapaz de ganar a Thor en lanzamiento de martillo. No pude, por poco, superar sus 3.081 metros cuando yo nunca bajaba de los 5.000. Y eso que lo lancé con todas mis ganas.
Tú estabas por allí, a él le aplaudiste efusivamente y a mi me abucheaste.
Me enfadé muchísimo.
Harta, llamé a Brad Pitt. Me apetecía follar con él en la habitación más lujosa del hotel de 7 estrellas de Abu Dhabi.
Y cuando estamos ya en la suite, desnudos y dispuestos, me dice que aún seguía enamorado de Angelina Jolie… y se fue sin más. Y mi cama se quedó vacía… Y entonces supe que algo muy grave había ocurrido, mientras, desde alguna parte, desde algún rincón, escondido, sentía tu mirada clavada en mí y tu sonrisa maliciosa inundándolo todo. Sentí frío bajo las sábanas y mi cuerpo indefenso y pequeño.
Todo se vino abajo.
Las sábanas de seda, la lujosa habitación, el hotel.
La ciudad. Mi sueño y mi falsa realidad.
Desde entonces, vago por mi sueño que ya no es el mío, es el tuyo. Yo, ya no soy yo. Soy tu personaje. Una pelele a la que manejas y puteas a voluntad.
A veces me quitas los zapatos y tengo que ir descalza entre la multitud que señala mis pies sucios y mis uñas largas.
A veces me dejas desnuda en medio de un restaurante lleno de gente, con mis necesidades hechas encima.
A veces me vistes de gallina en una ceremonia de los oscar.
A veces me dejas en mitad de un oleaje, ahogándome.
Otras veces soy devorada por una jauría de lobos. Después soy defecada por ellos.
Una vez vagué por el desierto muerta de hambre y sed. Cuando por fin llegué al oasis comprobé que tenía los labios cosidos.
A Brad Pitt le pusiste vagina. Un coño peludo que con frecuencia restriega por mi cara.
Y últimamente te gusta mucho ponerme enfrente de una horda de sucios neandertales… Huyo, pero al final siempre acaban alcanzándome y soy salvajemente penetrada.
Y tú siempre con tu risa perversa… disfrutando con mi sufrimiento.
Porque la gente que me ve desnuda, o haciendo el ridículo se ríe sin más, o me señala, pero luego lo olvidan… los hay que me ignoran… los hay que tratan de ayudarme… los hay que ni siquiera se dan cuenta. Pero tú disfrutas viéndome ridiculizada o viéndome sufrir. Siempre estás por allí, a unos metros de mí para que no pueda alcanzarte, regocijándote con mi angustia y mi desesperación… Te divierte verme incapaz de despertar. Porque cada vez que despierto, cada vez que salgo de una pesadilla, es para comprobar que estoy en otra pesadilla, aún peor que la anterior.
Al menos podrías tener el detalle de decirme quién eres. Y por qué lo haces. A veces pienso (sueño) que eres la conciencia de todos aquellos a los que vencí. A los que, en beneficio propio o en pos de la justicia, humillé. Eres la sorpresa y la venganza de los que se vieron derrotados y humillados por una mujer menuda y de aspecto frágil, que siempre hizo de su mundo de sueños su perfecta realidad.

 

Mareas

Un frío día de Noviembre en un pueblecito costero, tras una marea habitual y sin que nunca se supiera por qué, cuando el nivel del mar bajó dejó la playa llena de poemas.
Miles, millones de poemas.
Una marea de poemas.
Horas más tarde, el viento arrastró los poemas al pueblo.
Algunas aceras se llenaron de hojas secas y otras de flores. Las unas crujían y se iban con el viento. Las otras, se arremolinaban para formar coloridos jardines. Porque a partir de entonces, siempre era Otoño o Primavera.
Todas las luces se rodearon de un halo plateado. A veces lucía el sol y otras no paraba de llover… pero siempre pasaba algo.
Algo grande.
O algo pequeño.
O algo parecido.
O algo emocionante…

Al día siguiente, la misma marea al bajar, dejaba en la arena una epidemia de pereza.
La brisa del mar sopló con fuerza y la llevó al pueblo.
Las hojas y las flores, mezcladas, se amontonaban en los rincones como montañas huecas.
El tiempo se detuvo.
La luna dejó de menguar.
La luz y la oscuridad entraban por las ventanas abiertas, pero ya nunca salía.
Ya nunca pasaba nada.
Nada especial.
Nada raro.
Nada bueno ni nada malo.
Porque un pesado telón de realidad congelada, como en una foto antigua, cubrió las calles y las casas.

Al día siguiente, cuando bajó la marea, ésta dejó una avalancha de tristeza.
Y no hizo falta viento, ni brisa, para que la tristeza llegara al pueblo, porque ella sola caminó hasta él.
Las aceras se volvieron grises, las paredes desconchadas parecían llorar y todos los sonidos se volvieron pesados, largos, como un lamento que nunca terminaba.
Los remolinos de hojas y flores perdieron la forma, el color, el sentido… el futuro incluso…
Llovieron lágrimas y formaron charcos que no desaparecían, reflejaban el cielo plomizo y no se sabía si tras él, el sol seguía estando ahí.

El cuarto día la marea no subió ni bajó. El sol no salió ni se puso.
No había arena ni aceras.
No hubo nadie que leyese los poemas.
Ni sintiese la pereza.
Ni llorara en la tristeza.
Porque las gentes hace tiempo que marcharon.
A las ciudades.
A las montañas.
O a cualquier otro lugar.
Y los que se quedaron, hace tiempo que murieron.

El último de ellos, justo antes de marchar, recordó su vida en él.
Sus cartas de amor.
Su tiempo entre mareas.
Y el baile lento y largo de los días, mientras todo terminaba. Dejando el pueblo y su recuerdo con poemas en las puertas… con pereza en las ventanas… con tristeza en las aceras.